El Pan de Vida
Una de las páginas más esplendorosas de las Sagradas Escrituras es la que encontramos en el capítulo VI del Evangelio de San Juan: El sermón Eucarístico de Jesús. A decir verdad, toda la Palabra de Dios tiene un esplendor propio; pero hay trechos que, conforme la apetencia personal de cada uno o la hora providencial en que abrimos la Biblia, nos parece que han sido escritos para uno, que nos son directamente dirigidos. Eso es sumamente consolador.
En el capítulo VI del Evangelio de San Juan, el Señor, en un exceso de amor –si la palabra exceso no tuviera un tinte despectivo, diríamos que todo es “excesivo” en Jesús- comunica a sus oyentes que se dará en alimento, que dará a comer su carne y a beber su sangre. Eso choca a muchos discípulos que a partir de esa declaración le abandonan, al tiempo que los doce, por el contrario, revitalizan su fe “¿A quién iremos Señor? Solo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6, 68)
Jesús se declara en esa ocasión Pan de Vida. Sencilla y magnífica revelación: “Yo soy el Pan de Vida” (Jn. 6, 35). Jesús es vida, es fuente de vida que se comunica a medida que la vamos incorporando a la nuestra. En realidad no somos propiamente nosotros quienes lo incorporamos a nuestra vida sino Él quien nos incorpora a la suya.
El pan material que comemos, como todo alimento, es materia inerte que, una vez digerido, pasa a ser parte de nuestro organismo. Cuando comemos a Jesús es al revés: somos nosotros quienes nos sumergimos en Él, transformándonos en Él, divinizándonos. Por eso el primer paso indispensable para el crecimiento espiritual es renunciar a nosotros mismos. “El que quiera ser mi discípulo niéguese a sí mismo” (Mt. 16, 24). Lo demás es obra de Dios. Hay que dejar que Él entre en mí, no poner obstáculos a su presencia. Ahí está el gran secreto de la perfección cristiana: dejar hacer a Dios. “Hágase en mí”, dijo la Virgen.
El Pan vivo comunica su propia vida y nos transforma. Es lógico, necesario, casi matemático. La obra de la santificación no es propiamente hacer –cosas buenas, si se quiere- sino dejar hacer… cosas divinas al supremo Hacedor.
Es por eso que familiarizándonos con la Eucaristía propiciamos nuestra propia divinización, es decir, la conciencia de ser hijos de Dios, hermanos de Cristo y coherederos con Él de la gloria del paraíso celestial. Es el mismo Dios que pasa a ser nuestra excesiva recompensa. El cielo no es otra cosa que ese “premio” que en realidad es pura dádiva inmerecida.
La existencia humana de Jesús y su sacrificio en la cruz no abarcan todo el misterio de la salvación. El Verbo se hizo carne también para ser verdaderamente comido por sus hermanos y así comunicarles su propia divinidad. La carne y la sangre de Jesús han sido soñadas desde toda la eternidad como comida y bebida para que nuestro cuerpo mortal se transubstancie en el cuerpo de Cristo recibido en la comunión.
¿No es cierto que con estas verdades transformadas en convicciones y en vivencia apasionada, llegamos mucho más preparados a las citas con el Señor para adorarlo, celebrarlo o recibirlo, y contribuimos así para que este encuentro sea verdaderamente transformador y no una relación apenas protocolar, formal, por veces distante? ¿No es esa la laguna que a veces nuestros adoradores padecen, y por eso las vigilias, las Horas Santas y las comuniones no están a la altura del don infinito que se nos da?
Jesús no nos da riquezas maravillosas. Se da Él mismo, divino tesoro. No nos invita a un banquete y nos lo sirve. Se da a comer, se sirve Él mismo, y así nos nutre y nos transforma… en Él.
Seamos familiares a los pies de este Huésped del alma y del cuerpo. Nada se compara a un minuto pasado en su compañía, gozando de una intimidad transformante.
P. Rafael Ibarguren EP