MOISÉS: el “salvado de las aguas”
(I)
En aquel tiempo… nació Moisés
Egipto representó para el pueblo elegido “un alto en el camino”. El total de los descendientes directos de Jacob, que llegaron a Egipto, era de setenta personas. Surgido un nuevo faraón -que no conocía a José- esclavizaba y llenaba de amargura la vida de los israelitas. Cuanto más los oprimían, más crecían, se multiplicaban y llenaban aquella tierra de Egipto (Ex 1, 12).
El faraón intenta, por todos los medios, evitar el crecimiento de este pueblo, primero dando orden a las parteras de matar a los varones recién nacidos. Pero, las parteras, “temerosas de Dios”, no cumplían con el mandato. Así fue, que, como la primera medida fue ineficaz, otra fuera impuesta: arrojar los varones recién nacidos del río. “El infanticidio es la cumbre de la política destructora y de la crueldad en la persecución a los hebreos”. Era el intento de hacer desaparecer al pueblo elegido de Dios.
Aquí comienza la historia -encantadora y toda especial- de este niño, predestinado para a liberar al pueblo elegido entre las naciones de la opresión en Egipto y llevarlo a la tierra de promisión, en donde “mana leche y miel”.
Es el accionar de Dios que desea que: “sus grandes hombres tengan un nacimiento poco común”. En él estaba, en potencia, aquel al cual se le reveló en el Monte Sinaí, indicándole que su nombre era: «Yo soy el que soy», entregándole las Tablas de le Ley y que, regiría al pueblo elegido.
San Esteban nos dice (Act 7, 20), que: “En aquel tiempo nació Moisés, hermoso a los ojos de Dios”; su madre, lo retuvo oculto durante tres meses; no pudiendo tenerle escondido más tiempo, tomo una cestilla, la calafateó de betún y pez, dejándolo a las orillas del Nilo, cerca dónde la hija del faraón bajó a bañarse. Al abrir la cestilla el niño lloraba, compadecida, se percató que era un niño hebreo. Optó por dárselo a una nodriza -que bien planificado resultó ser su propia madre-, y ya grandecito, lo recibió de nuevo, siendo para ella como si fuera un hijo, dándole el nombre de Moisés, pues se dijo: “de las aguas te saqué”. Era la salvación Providencial de quien llegaría a ser el libertador y futuro caudillo de Israel, quien fundaría la llamada teocracia hebrea, aquel “amigo de Dios por excelencia”.
La tradición judaica resalta su especial hermosura, lo que explica que la hija del faraón se haya encariñado con él, al ver la belleza que de él resplandecía.
Sintética y decidora es la frase del escritor André Frossard sobre esta situación: “el destino de Israel fluctuaba sobre las aguas”.
Un camino sinuoso y lleno de obstáculos
Largo es el relato de las vicisitudes que pasó este niño, este joven, este hombre providencial, “cuya existencia fue de tragedias, con algunos episodios dulcísimos, pero seguidos después de otras catástrofes”. Aquel que hizo, de Israel, “un pueblo, una religión en marcha, perfilado alrededor de una ley, como un ejército en torno de su bandera”.
Recorriendo, en el expresar del Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, un “río chino”, es decir, un camino sinuoso y difícil, al contrario de una carretera recta sin obstáculos; como los ríos que van y vuelven en sus meandros pareciendo retroceder a su punto de origen, pero después siguen nuevamente, rumbo a su destino. Es, el primer aspecto a realzar de Moisés, como hombre providencial: cuarenta años de dificultades y confianza.
Ciertamente, aquel que se encontraba en las comodidades de la vida cortesana de los egipcios no se había olvidado de sus compatriotas. Moisés habrá, en no pocas oportunidades, comparando su gozosa situación de bienestar con la de sufrimiento de sus hermanos de raza. Los ladrillos que fabricaban en su esclavitud para la ciudad que iba surgiendo, mostraban la amargura que atravesaban.
La indignación de Moisés estalló al ver un compatriota maltratado por un egipcio, matando al agresor…Poco después, en otro acontecimiento, que manifiesta el espíritu de justicia y de conciliación del patriarca, interviniendo en una riña interna entre israelitas, el agresor le echa en rostro el homicidio del día anterior.
Delicada circunstancia lo obligó a huir de la jurisdicción del faraón rumbo a las estepas de Madián, antes de recibir la encomienda de la dirección del pueblo. Se ha visto en este hecho una disposición de la Divina Providencia. Aún no había llegado el momento para la liberación del pueblo de Israel.
“Volviendo a la humildad de los de su misma raza, prefirió ser maltratado junto con el pueblo de Dios más que tener el goce pasajero del pecado”, pues “el corazón de su raza late en él”.
Un profeta para liberar a los suyos
Moisés es, ante todo, un hombre de vocación, “poderoso, majestuoso, como la estatua de Miguel Ángel en San Pedro ad Vincula, con la frente iluminada por dos haces de luz sobrenatural y henchido de santo furor por las causas justas”. Siente en sí, el ardor de la justicia. Imaginamos que, no pocas veces pasó por su mente, en las soledades de los yermos en los que se encontraba en Madián, el deseo de libertar de ese yugo tan cruel, al que estaban sometidos sus hermanos. “No sabía que en los planes divinos aquella estancia en el desierto representaba una preparación para, en nombre del Dios de los hebreos, erigirse en caudillo libertador de su pueblo”.
Fue así, que estando “sentado junto al pozo” (Ex 2, 15), acontece otro momento de su caminar en el “río chino”. El pozo de agua tenía, en el ambiente cultural pastoril, “una decisiva influencia social”. En torno del agua llegan a conocerse las personas y hasta concertarse matrimonios; también foco de litigios, ocasión de injurias e injusticias. Defiende allí, a las hijas del sacerdote de Madián que llevaban a abrevar su rebaño, Moisés sale a su auxilio. Incidente que da lugar a su relación con el sacerdote Jetro y posterior casamiento con una de sus hijas, Séfora.
Muchos años de existencia retirada, largo período de silencio, prolegómeno de las tempestades que vivirá en su vida pública. Todo nos hace recordar la vida oculta de Nuestro Señor en Nazaret.
“Entretanto -nos relata el libro del Éxodo- durante aquel largo tiempo murió por fin el rey de Egipto. Mas, los israelíes gemían por causa de la esclavitud y clamaron socorro, y su voz de auxilio, causada por la servidumbre, subió hasta Dios” (Ex 2, 23). Se “acordó” el Todopoderoso de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob, “miró a los hijos de Israel y los reconoció” (Ex 2, 25).
Llega a Moisés la misión depositada en la persona del antiguo Patriarca Abraham. Apacentando el rebaño de su suegro -vivía como pastor después de haber dejado la vida cómoda en la corte de Egipto- tiene una extraña visión. Se va vislumbrando la vocación y misión del libertador de Israel: salvar a sus compatriotas de la opresión egipcia.
Llamado y misión, en el “monte de Dios”
“La Providencia divina actúa suavemente en la realización de sus planes. La preparación del gran momento de la vocación de Moisés no puede ser más vulgar”. Se encontraba apacentando un rebaño, ¿de ovejas?, ¿de cabras?, que ni era de su propiedad sino de su suegro, llega al monte Horeb, el “monte de Dios”, que sería el lugar en que se le aparecerá Yahvé; será tierra santificada por esta razón, y allí se promulgarán más tarde las tablas de la Ley.
Acercándose a la zarza que ardía, Moisés repara que no se consumía (Ex 3, 2), mira, y es allí que Dios le llamó “como una madre llama a su hijo”: “¡Moisés, Moisés!”. Él respondió: “Heme aquí”. Apenas, como ambientación para su diálogo le indica: “no te acerques. Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás tierra santa es” (Ex 3, 5).
Es el comienzo de un relacionamiento directo del propio Dios con su elegido, su patriarca, su profeta, su legislador, el libertador de su pueblo.
Continuando el diálogo, Dios comunica a su interlocutor, aún aturdido, el motivo de su aparición, primero identificándose: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3, 6). Moisés, al oír estas palabras se cubre el rostro, pues temía mirar a Dios.
Para hacerle comprender la grandeza de la misión para la cual lo llama, le dice: “he visto la aflicción de mi pueblo en Egipto”, conoce “sus angustias”, “ha bajado para librarle de las manos de los egipcios”, y llevarlos a una tierra fértil y espaciosa donde mana leche y miel. “El clamor de mis hijos ha llegado hasta mí” (Ex 3, 9).
¡Qué impactante preámbulo para comunicar la grandiosa misión a la que era llamado!: “Ve pues, yo te envío al faraón para que saques a mi pueblo de Egipto” (Ex 3, 10). Inquieto queda Moisés con los designios de Dios: “¿Y quién soy yo para ir al faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?”. Entre los reparos coloca uno que nos deja perplejos: era tartamudo, no tenía facilidad de palabra. Incluso así, tartamudo, será tan grande que no habrá otro profeta en Israel que se asemeje a este sufrido, que Dios en su amor, escogió. Le estaba siendo encomendada una tarea sobrehumana.
Al “¿quién soy yo?”, Dios le dijo: “¡Pues, Yo estaré contigo! Y esta es la prueba de que te he enviado yo: cuando hubiereis sacado al pueblo fuera de Egipto, adoraréis a Dios sobre este monte” (Ex 3, 12). Le asegura a Moisés que el éxodo tendrá éxito. Un diálogo del creado con su Creador y su Dios que deja impactado a quien lo lee.
¿Cómo convencería a sus hermanos para que salieran de Egipto?, objeta, queriendo librarse de la misión que le está siendo encomendada. Levanta aún otra dificultad: “si me preguntan, cuál es su nombre, ¿qué voy a responderles?”.
Recibe pues una respuesta misteriosa: “Yo soy el que soy” (Ex. 3, 14), causa de la veneración extrema de los judíos en la historia por este misterioso tetragrama, “YHWH”, símbolo del misterio de la vida íntima de la divinidad.
“Yo-soy” me ha enviado a vosotros
“Yahweh”, es el modo de la vocalización del tetragrama “YHWH”. Es lo que se llamaría definición de Dios, dada a Moisés, en el momento en que es enviado, en que se le llama a la vocación de libertador del pueblo de Israel de la esclavitud egipcia. Equivaldría, en cierto modo, a presentarse “como Creador omnipotente, sería la mejor garantía para asegurar a Moisés en su misión”.
Igualmente -dentro de las innumerables interpretaciones al significado profundo del nombre de Yahveh- queda un misterio, una penumbra, como que Dios no quiso definirse precisamente para que, ante la rudeza de los hombres de esos tiempos, no lo quieran interpretar de modo sensible. Y, con solemnidad toda especial, Dios le afirma: “Tal será mi nombre por siempre jamás y tal mi denominación por todas las generaciones” (Ex 3, 15).
Debe comenzar la misión que le fuera ordenada, con los ancianos de Israel, representantes del pueblo, jefes jurídicos de las familias y las tribus. Le manda reunirlos y decirles que Yahveh, “el Dios de vuestros padres”, se me ha aparecido diciendo que, habiendo pensado mucho en vosotros: “Yo os haré subir de la aflicción de Egipto al país que mana leche y miel”.
En este impresionante diálogo de Dios con Moisés -su elegido- le va indicando qué pasará: “ellos (los ancianos) escucharán tu voz” (Ex 3, 18), tú y los ancianos, ante el rey de Egipto le diréis que Yahvé, el Dios de los hebreos, ha venido a nuestro encuentro, “te suplicamos que nos dejes ir camino de tres jornadas en el desierto para sacrificar en su honor” (Ex 3, 18).
Dios le advierte que “no os dejará marchar”, así pues, “Yo extenderé mi mano y golpearé a Egipto con todos los prodigios que voy a hacer en medio de él, y después de eso, os dejará marchar” (Ex 3, 19-20). Anuncia proféticamente lo que habría de suceder. Será el comienzo de una nueva etapa en la vida de Moisés.
“No van a creerme, no van a escucharme”
Moisés repuso otra objeción a su misión: “mira, no me creerán ni obedecerán a mi voz” (Ex 4, 1). Además de objetar, que no tenía facilidad de palabra pues era tartamudo, de pedir al propio Dios que le diga su “nombre”, levanta ahora esta nueva objeción, ¿qué pruebas daré?, pues no me creerán. En concreto podríamos decir, Moisés no cree que su misión sea posible. Queda insinuada la necesidad de prodigios que convenzan a los ancianos, al pueblo y al propio Faraón. Así es que Dios le concede un gran poder taumatúrgico.
Para su vacilante fe, le ordena realizar dos prodigios inauditos. El primero, que tire su cayado al suelo, y verá que se transforma en serpiente. Le ordena que agarre por la cola la serpiente, que se transforma de nuevo en cayado. El segundo prodigio fue el de la mano leprosa; indicado a meter la mano en su pecho y le sale leprosa … nuevamente le dice repita lo mismo y le sale sana como el resto de su cuerpo. “Y si sucede que ni siquiera con estos dos prodigios ni obedecen tu voz, saca agua del Nilo, viértela en algo consistente…y el agua se convertirá en sangre” (Ex 4, 9).
Como diálogo de hijo a padre, Moisés, con un lenguaje lleno de reverencia, le dice: “Permíteme, mi Señor, no soy hombre de abundante palabra”, “torpe de boca y de lengua soy” (Ex. 4, 10). Ser un profeta, ser un heraldo de Dios implicaba, hablar en nombre de Dios, y él no se consideraba hábil en todo sentido. No hay certeza de que fuera tartamudo, pero sí, que no hablaría, como él mismo argumenta, de forma de convencer a sus interlocutores. No quería Moisés ir a Egipto, y sigue poniendo objeciones.
Aquí el intercambio toma un poco de calor de parte de Dios para con su elegido. “Y, ¿quién ha dado al hombre la boca?, ¿no soy por ventura yo, Yahvé?”, “ve pues, yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que has de decir” (Ex 4, 11-12).
Pero no se dobla, recalcitrante rehúsa, pide mande a otro: “¡Ah Señor!, manda tu mensaje, te lo pido, por mano del que debas enviar (Ex 4, 13). Ante eso, “encendióse entonces en cólera Yahvé contra Moisés”, y le ofrece a su hermano Aarón como portador del mensaje ante el Faraón. Si bien que, aunque Aarón sea el portador, Moisés será el auténtico enviado. “El hablará por ti a tu pueblo y te servirá de boca, y tú serás Dios para él” (Ex 4, 16). Comprendamos, Dios comunicará sus designios a Moisés, y éste debe comunicarlos a su hermano para que los transmita al pueblo. “El profeta es la boca de Dios, del mismo modo que Aarón será la boca de Moisés”.
(Continuará)
Publicado en Gaudium Press, 16 de abril de 2019.
P. Fernando Gioia, EP