El don de la Fe y el antojo humano
Con razón se llama a la Eucaristía “Misterio de la fe”. Ella propicia una oportunidad espléndida para practicar la fe con mérito, ya que, en este sacramento, los sentidos naturales nos dan una noticia precisamente opuesta de lo que se trata: solo pan y vino, “frutos de la tierra y del trabajo del hombre”, como reza la oración de la presentación de los dones en el ofertorio de la Misa.
Un himno eucarístico compuesto por Santo Tomás de Aquino, nos instruye sobre esto: “Visus, tactus, gustus in te fállitur, Sed audítu solo tuto créditur. Credo, quidquid dixit Dei Fílius: Nil hoc verbo Veritátis vérius”; “La vista, el tacto y el gusto no te alcanzan, creo firmemente por lo que he oído. Creo por lo que dijo el Hijo de Dios: nada hay de más seguro que esta Palabra de Verdad”.
Alguno podría indagar si no hubiera sido mejor que Nuestro Señor se manifieste sin velos, en vez de ocultarse en la modalidad eucarística ¿No sería más atrayente y más fecundo en beneficios si se presentara tal cual es? Porque, entre ver un pequeño disco blanco de pan como es la hostia, y poder contemplarlo en toda su belleza y majestad, ¡parece tanto mejor lo segundo!
Pero lo que a primera vista se figura como una observación razonable, no es más que un sofisma proveniente de un inmenso equivoco y de falta de cultura religiosa. Antes que nada, porque si Dios hizo las cosas como las hizo -y, en concreto, si instituyó la Eucaristía de la manera que conocemos- tiene que haber sido lo mejor, pues Él es divinamente sabio y providente.
Entonces, ¿cómo explicar que Él se “esconda”, que se disimule tanto en este misterio? Hay tres luminosas razones que será provechoso meditar:
1) Ahora estamos temporalmente en una tierra de exilio y, por la misericordia de Dios, nos tocará verlo definitivamente cara a cara en el Cielo. En este tiempo de prueba, debemos merecer la recompensa. “Tomás, creíste por que vistes. Felices aquellos que creen sin haber visto” (Jn 20, 29). Se impone creer sin ver en la tierra, para merecer ver en la eternidad ¿Habría gran mérito en aceptar Su presencia real si lo viésemos como lo vio el apóstol en el cenáculo?
2) Otra razón por la cual Él se oculta en el Sacramento bajo las especies del pan y del vino es porque está ahí como alimento espiritual ¿Podríamos recibirlo como alimento si Jesús se brindase con la misma contextura corporal con que lo pudieron ver sus paisanos hace dos mil años? Desde esa apariencia, sería físicamente imposible comulgar. En cambio, se puede comer su cuerpo y beber su sangre a partir de la hostia y del vino consagrados. Al tomar la forma exterior de pan, vemos cuán verdadera es la sentencia divina: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 51).
3) Por fin, la Divina Presencia no se hace evidente a nuestros sentidos corporales tal cual es, porque jamás podríamos ver a Dios como es sin morir. En la Biblia está enunciada esta verdad grandiosa y terrible. Dios dijo a Moisés: “Pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida” (Ex 33, 20). Y en la Transfiguración en el Monte Tabor, el Señor aún no había sido glorificado, y, aun así, su revelación fue limitada y fugaz. También, en las apariciones que el Señor se dignó hacer a ciertos santos -por ejemplo, a San Francisco de Asís en el siglo XIII o a Santa Faustina Kowalska en el XX- Él mostró apenas un pálido reflejo de su esplendor. En este destierro, no cabe al hombre disfrutar de la dicha plena. Otra cosa será cuando los cuerpos resuciten purificados y gloriosos: ahí sí le veremos “tal cual es” (1Jn 3, 2).
Así, se ve como Dios ha dispuesto las cosas de la mejor manera para nuestro bien: Para que avivemos y hagamos meritoria nuestra fe, para que podamos alimentar la vida del alma con el Pan del Cielo, y eso, respetando nuestra débil condición mortal que camina rumbo a la bienaventuranza sin fin.
Es muy aconsejable hacer actos de fe en la Eucaristía en cualquier lugar o circunstancia en que uno se encuentre, ya que siempre se puede volver la atención a ese adorable misterio y decir -como les fue enseñado a los pastorcitos de Fátima por el Ángel de Portugal- “Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo, y te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman”, admirable oración donde se entrelazan la fe, el amor, la súplica y la reparación.
La Eucaristía es algo tan maravilloso, original e inimaginable que, si no hubiese sido revelada e instituida por el mismo Jesucristo, si no fuese propuesta como dogma de fe por la Iglesia, y si su veracidad no quedase demostrada de tantas maneras a lo largo de dos mil años de vida cristiana, se diría que pertenece a un mundo de sueños y de fábulas. Pero la verdad es que la realidad como se da, es mejor que cualquier ficción imaginada o imaginable. En todo caso, es muchísimo más interesante que la triste incredulidad que padecen los que se dicen ateos, y que la mezquindad de los católicos que la ignoran o subestiman.
Un paréntesis. Los ateos verdaderos y sinceros, no existen. Estos supuestos incrédulos suelen idolatrar a algún “dios” fabricado a medida, si es que no se adoran a sí mismos, “llevan su ídolo de madera y rezan a un dios que no puede salvar” (Is. 45, 20). En cuanto al “ateísmo práctico” -llamémoslo así- de ciertos católicos, es un contrasentido demasiado cómodo que proviene -al igual que en los pretendidos ateos- de carencia de materia gris… ¡Toda la creación proclama tener un Divino Artífice!
Para concluir, una palabra sobre la actual pandemia y su parafernalia de mascarillas, confinamientos, toques de queda, vacunas, e informaciones y contrainformaciones tan preocupantes. Los hospitales están repletos y las iglesias cerradas o vacías, cuando no, profanadas, quemadas.
El mundo persiste en no querer ver que la oración, la penitencia, la adoración, son prenda también de bienestar temporal ¿No ha dicho Jesús “Buscad el reino de Dios y su justicia y todo lo demás os será dado por añadidura”? (Mt 6, 33). Al fármaco sobrenatural e infalible, se prefiere el venido de China o de Rusia…
P. Rafael Ibarguren EP