LA IGLESIA: ¿DEBE ACTUALIZARSE?
El futuro de la Iglesia vendrá de
“aquellos que tienen raíces profundas
y viven de la plenitud pura de su fe”,
no de aquellos que “solo dan recetas”
o que “se acomodan al instante actual”,
tampoco de los “que escogen el camino más cómodo”,
ha de ser: “acuñado nuevamente por los santos”
“Porque no sois del mundo, por eso el mundo os odia” (Jn 15, 18), advertía Nuestro Señor Jesucristo a sus Apóstoles resaltándoles que: “si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros” (Jn 15, 20).
En las primeras instrucciones después de su Resurrección, los envió a bautizar “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Sin embargo, también les dijo que enseñen: “a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28, 20); una forma de vivir que contrastaba, firmemente, con la que llevaban los hombres y mujeres de aquellos alejados y paganizados tiempos.
Previendo el rechazo del que sus apóstoles serían víctimas, no les dijo: “si en algún lugar no se os recibe ni se os escucha”, traten de adaptar un poco sus palabras para que obtengan aceptación. Sí les indicó, caso no fueran admitidos, tomar una fuerte actitud: “al marcharos, sacudíos el polvo de los pies, en testimonio contra ellos” (Mc 6, 11).
Estos consejos nos introducen en una temática discutida entre los propios católicos y hasta en los que no lo son.
Queda claro que en momento alguno les indicó que se acomoden al modo de vivir del mundo, a los “signos de los tiempos” – palabra tan utilizada por aquellos que se consideran “modernos” o “progresistas” enfrentándose con los calificados de “conservadores” –; todo lo contrario, sino que enseñen una nueva forma de vivir a los que son del mundo.
Sucede que las duras verdades de la religión, a veces, contradicen las comodidades. Es así que se presenta el dilema del qué hacer, pues acomodarse sería hacer un rechazo a la misión que Dios les había confiado.
En los días de hoy nos encontramos ante un proceso de “cambios profundos y acelerados” (Gaudium et spes, 4) que, cuanto más cómodos, más aceptados son. “Vivimos bajo la impresión de un fabuloso cambio en la evolución de la humanidad” decía Joseph Ratzinger, futuro Benedicto XVI, en 1970 (Libro Fe y futuro, p. 61).
No son pocos los que se preguntan: ¿hay cosas que pueden cambiar?, ¿será que nos vamos adaptando a todo lo nuevo que viene?, ¿debe la Iglesia actualizarse a ciertas situaciones para no dar entrechoques?
Al mismo tiempo pareciera que nos encontramos en los momentos en que: “Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque eran como ovejas que no tienen pastor” (Mc 6,34). El hombre moderno está, muchas veces, sin rumbo, por la falta de clarificación de la doctrina. Gran variedad de ideas y doctrinas son difundidas en la sociedad – y abundantemente en los medios católicos – sin saber cuáles están realmente de acuerdo con la enseñanza del Divino Redentor. Los hombres necesitan conocer la Verdad, vivimos una carencia clara de doctrina y de pensamiento. Urge ser infaliblemente fieles a Aquel que es el “Camino y la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).
La Iglesia Católica, en el ejercicio de su misión, debe enseñar la verdad, gobernar de acuerdo a la verdad y santificar según la verdad suprema, que es el propio Dios, a un mundo que no está en posesión de la verdad. Si quiere salvar almas, instruyéndolas en las verdades de la religión, nunca puede adaptarse a los vicios de la sociedad humana con una verdad relativa, sino esforzarse por devolverlas a la verdad, ya que cualquier adaptación al espíritu del mundo fácilmente da lugar a desviaciones. La verdad enseñada por Nuestro Señor Jesucristo es única y absoluta, y no permite relativizaciones ni adaptaciones en aquellos lugares donde no sea debidamente escuchada.
El sol, que sustenta la vida en la tierra, él es él, sin adaptarse a nadie; esto hace que sea el eje y la fuente de vida, al no amoldarse y ser siempre el mismo. No es posible imaginar, en sentido contrario, a Nuestro Señor decidiendo adaptarse – por ejemplo – a aquellos que estaban en la sinagoga de Nazaret, no siento tan rígido. ¡Dejaría de ser Nuestro Señor!
Bien nos decía la Oración Colecta del XV Domingo Tiempo Ordinario: “Señor Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al buen camino, concede a cuantos se profesan como cristianos rechazar lo que sea contrario al nombre que llevan y cumplir lo que ese nombre significa”.
Una triste circunstancia refleja lo que estamos comentando. La Conferencia Episcopal de Alemania publicó terribles estadísticas que muestran el número de fieles que ha abandonado la Iglesia en ese país en los últimos tres años: más de 710.000 (CNA Deutsch, 14-7-2021).
“Profetizó” misteriosamente esta situación, cuando era un simple sacerdote, el actual Papa Emérito Benedicto XVI: “la crisis presente – ¡decía en esos tiempos! – es sólo “la reanudación de lo entonces empezado, en el período del llamado modernismo, para la Iglesia vienen tiempos muy difíciles. Su auténtica crisis no ha comenzado. Hay que contar con graves sacudidas” (“Fe y Futuro”, 1970, p. 69 y 77). A seguir afirmaba, dando esperanza, que el futuro de la Iglesia vendrá de “aquellos que tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe”, no de aquellos que “sólo dan recetas” o que “se acomodan al instante actual”, tampoco de los “que escogen el camino más cómodo”, ha de ser: “acuñado nuevamente por los santos” (p. 74-75). Pero, terminaba: “estoy completamente seguro de que permanecerá hasta el final, la iglesia de la fe” (p. 77).
Muchos hechos acentúan, a todo momento, cómo la presente fase histórica que vivimos es palco de una crisis religiosa sin precedentes. En Friburgo, ya siendo Papa, no “profetizaba” sino que pedía una Iglesia que se separe del mundanismo: “para cumplir su misión deberá desligarse del mundo” (25-9-2011), es decir, menos espíritu del mundo, más fe. Se lamentaba, poco antes, “del éxodo del mundo de la fe”, en su país de origen. (Herder Korrespondenz/Gaudium Press, 26-7-2021).
Todo esto exige de los católicos una confianza inquebrantable en el triunfo de la Santa Iglesia – mismo que parezca dormida o en una aparente muerte –, que resurgirá y será exaltada, presentándose: “gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 27).
La Prensa Gráfica de El Salvador, 29 -8- 2021
P. Fernando Gioia, EP
Heraldos del Evangelio