La Eucaristía, el mayor de los milagros

La Eucaristía, el mayor de los milagros

El misterio eucarístico fue numerosas veces sugerido en el Antiguo Testamento con mayor o menor fuerza evocativa. Por ejemplo, es innegable que el cordero pascual o el maná del desierto son prefiguras de la Eucaristía.

Así, también son sugestivos otros trechos de las Sagradas Escrituras que, al relatar la expectativa del pueblo elegido a la espera del Mesías, apuntan a lo que se cristalizaría en su momento con la institución eucarística. Es el caso de algunos pasajes de los Libros Históricos o de los Sapienciales, donde vemos aludidas las dimensiones de sacrificio, alimento y presencia de que se reviste el magno misterio que nos ocupa. Vamos a una muestra.

En el primer Libro de los Reyes se destaca un hombre absolutamente fuera de serie, el Profeta Elías. Entre otros acontecimientos de su andadura, sobresalen tres particularmente impresionantes: su decreto de sequía que se abatió sobre Israel durante tres años en castigo por sus prevaricaciones, la matanza de cuatrocientos cincuenta sacerdotes de Baal que degolló, solito, uno a uno en el Monte Carmelo, y su elevación prodigiosa en un carro de fuego hacia un lugar misterioso, desde donde volverá al fin de los tiempos para luchar contra el anticristo y morir. Definitivamente, Elías no es un personaje banal…

Pero este hombre colosal tuvo, como todo mortal, debilidades y pasó por desventuras. Reproduzcamos el texto sagrado para después comentarlo.    

Luego [Elías] anduvo por el desierto una jornada de camino, hasta que, sentándose bajo una retama, imploró la muerte diciendo: ´ ¡Ya es demasiado, Señor! ¡Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres! ´ Se recostó y quedó dormido bajo la retama, pero un ángel lo tocó y dijo: ´Levántate y come´. Miró alrededor y a su cabecera había una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió, bebió y volvió a recostarse. El ángel del Señor volvió por segunda vez, lo tocó y de nuevo dijo: ´Levántate y come, pues el camino que te queda es muy largo´. Elías se levantó, comió, bebió y, con la fuerza de aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 Re 19, 4-8).

En estos versículos está narrada la marcha del Profeta por el desierto, huyendo de la impía reina Jesabel que juró matarlo, enfurecida por causa de la mortandad de los sacerdotes de Baal perpetrada por el hombre de Dios. Elías tuvo miedo, se sintió desamparado y llegó a pedir para sí la muerte.

Una actitud así ¿no tiene su símil con la de tantos fieles desanimados que caminan por los “desiertos” del mundo actual y se echan a dormir, es decir, se desentienden del combate de la vida? En ellos, después de una primavera de fervor, sucede el invierno del desencanto.

Viene a Elías un ángel, lo despierta y le da ánimo estimulándolo a comer y a beber. Aplicando este hecho a nuestro tiempo, consideremos las mociones del ángel de la guarda, de algún amigo o de la propia conciencia, convidando al que está agobiado a la mesa eucarística, “levántate y come”.

Elías come y… vuelve a dormir. Es lo que se da con numerosos católicos en medio del caos circundante; de repente se “despiertan”, se acercan a la Hostia Santa para adorarla o para recibirla en comunión, y después son ganados nuevamente por el sueño, tornan a dormir. Así pasa, por ejemplo, con tantos niños y niñas que hacen piadosamente y con mucha ilusión su Primera Comunión, para más tarde ser vencidos por la indiferencia, el olvido, el sueño.

Pero el ángel vela. “El ángel del Señor volvió por segunda vez, lo tocó y de nuevo dijo: ´Levántate y come, pues el camino que te queda es muy largo´. Elías se levantó, comió, bebió y, con la fuerza de aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”.

Aquí parece estar figurado el renacer del alma después de un pesado sueño, al tomar conciencia de que debe realizar la razón de su vida para, de esta manera, alcanzar la recompensa eterna. Ese largo caminar de cuarenta días es la exigencia cotidiana del testimonio cristiano; la comida misteriosa que da fuerzas es el Pan del cielo; y el galardón a conquistar es el Paraíso celestial, auténtico Monte Horeb donde se contempla beatíficamente al Señor, sin velos.

Reparemos en esta afirmación altamente decidora “y con la fuerza de aquella comida, caminó cuarenta días”. Convengamos que es humanamente imposible caminar todo ese tiempo por un desierto habiendo comido al inicio, apenas una sola vez, pan y agua. Se trata, por lo tanto, de un alimento milagroso que opera el portento de granjear la meta sin probar bocado durante la travesía.

Ahora, el fruto que produce la eucaristía es, precisamente, el de dar esa energía para superar las dificultades del camino de la vida, logrando la divinización del fiel por su identificación con Cristo, y llegar, por fin, al cielo.

Está comprobado que, para el cumplimiento cabal de los deberes bautismales, las personas, por sí solas, son impotentes. Mas, esos compromisos pueden ser llevados a cabo con el socorro del Pan de Vida, alimento tonificante de los peregrinos, verdadero milagro… que, además, produce milagros.

¡Qué poca cosa es hacer hablar a un mudo, devolver la vista a un ciego o resucitar a un muerto, al lado de convertir un pequeño trozo de pan de trigo en el mismísimo Dios y de multiplicarlo prodigiosamente! ¿En qué medida los que van a Misa tienen clara conciencia de presenciar el mayor y más pasmoso de los milagros?

Muchos se impactan – con cuánta razón – con los llamados “milagros eucarísticos”, mas no valoran debidamente el propio milagro de la transubstanciación o el de la divinización del cristiano.

Pero hay algo aún peor: hermanos nuestros en la fe llegan hasta a fiarse en horóscopos, a creer en el poder de amuletos o en la fatalidad del destino, desinteresándose por completo del auxilio omnipotente, seguro y bienhechor de Aquel que dijo ser camino, verdad y vida.

 

P. Rafael Ibarguren EP