Nuestro Pan de cada día
“Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso (…). Vosotros orad así…” (Mt. 6, 7-13). En los inicios de su ministerio público, Jesús enseñó a sus discípulos el Padre Nuestro, esa oración que nos es tan familiar.
En ella se suceden siete peticiones en el preciso orden que hay que desearlas. Así, esta plegaria no solo nos enseña a pedir, más ordena nuestros afectos. El Padre Nuestro es una oración perfecta, es la oración por excelencia. Los tres primeros pedidos se refieren directamente a la gloria de Dios: “Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la Tierra como en el Cielo”. Los otros cuatro dicen respecto a nuestro bien personal y social.
“Danos hoy nuestro pan de cada día” es la cuarta petición que da inicio a la segunda parte de la oración. El alimento que se pide es el doble sustento necesario para la subsistencia, el material y el espiritual. Entretanto, el Catecismo de la Iglesia Católica precisa: “El sentido específicamente cristiano de ese cuarto pedido se refiere al Pan de Vida” (n° 2835).
Por una formación deficiente, la generalidad de los fieles al pedir el pan de cada día piensa instintivamente en la comida material, por cierto, tan necesaria. No se vive sin el alimento corporal, todos concuerdan en esto, pero olvidan esto otro: “En verdad, en verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn. 6, 53). Tampoco se vive sin el alimento espiritual…
Se suele desvirtuar esta súplica del Padre Nuestro en consonancia con una cierta teología – más propiamente, una ideología – muy en boga en algunos medios católicos que prioriza sin matices el combate al hambre en el mundo, ignorando o restando importancia a la enorme orfandad que padece la gente al desconocer el amor de Dios, suprema pobreza.
Entre los autores que han comentado el Padre Nuestro, se destaca San Cipriano de Cartago, Obispo y mártir del siglo III, autor de un “Tratado sobre la Oración del Señor”, en el que se lee una meditación que debería tener más cabida en las catequesis contemporáneas; si no su texto literal, al menos la enseñanza que ofrece.
En la pluma inspirada del héroe de la Fe, se reconoce el lenguaje del Evangelio de siempre, tan válido para el norte del África, donde floreció el cristianismo en los primeros siglos de nuestra era, como para la Europa del siglo XXI que se obstina en desconsiderar sus raíces y su vocación cristiana. Escribe San Cipriano:
“Pedimos que se nos de cada día este pan, a fin de que, los que vivimos en Cristo y recibimos cada día su Eucaristía como alimento saludable, no nos veamos privados, por alguna falta grave, de la comunión del pan celestial y quedemos separados del cuerpo de Cristo, ya que él mismo nos enseña, ´Yo soy el pan vivo bajado del cielo; todo el que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que daré es mi carne ofrecida por la vida del mundo´.
Por lo tanto, si Él afirma que los que coman de este pan vivirán eternamente, es evidente que los que entran en contacto con su cuerpo y participan rectamente de la Eucaristía poseen la vida. Por el contrario, es de temer, y hay que rogar que no suceda así, que aquellos que se privan de la unión con el cuerpo de Cristo queden también privados de la salvación, pues el mismo Señor nos conmina con estas palabras: ´Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros´.
Por eso pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es decir, Cristo, para que todos los que vivimos y permanecemos en Cristo no nos apartemos de su cuerpo que nos santifica” (Cap. 18, 22.)
De los pedidos del Padre Nuestro, éste del pan de cada día probablemente sea el que está más impreciso en la mente de los católicos. Habría que profundizar en su sentido para rezar la oración “fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza”, como se indica en la Misa.
Ese desenfoque limitante del alcance de la petición del pan de cada día es una resonancia del llamado “libre examen” protestante que consiste en interpretar la Biblia fuera de las pautas de la tradición viva y del magisterio auténtico de la Iglesia. Consecuencia: la recitación de esta oración maravillosa, puede acabar siendo estéril o casi tanto.
El aforismo “Lex orandi, lex credendi” a que aluden los versados en liturgia, nos alerta para algo de muchísima importancia: la ley de orar establece la ley de creer. O, dicho con palabras más caseras, así como rezas, así crees. Al rezar de modo empobrecido, se hace profesión de Fe ambigua, errónea.
El Maestro que nos enseñó a pedir “el pan de cada día”, sentenció en otra ocasión “no solo de pan vive el hombre” (Mt. 4, 4). Atención: los afectos desordenados corroen la Fe. El pan material no dispensa ni puede suplir el manjar sólido y vivificante de la Palabra de Dios y de su Cuerpo adorable.
El desacierto sobre el sentido del pan que pedimos establece un equívoco entre Cristo y los cristianos. El Evangelio nos narra que Jesús, después de haber multiplicado los panes para alimentar a una multitud hambrienta, reprochó a sus circunstantes: “En verdad, en verdad os digo, me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros” (Jn 6, 26). Afectos desordenados que condicionan la Fe…
Recibamos el 2022 con ánimo renovado y no descuidemos a lo largo del año la santificación del domingo, las comuniones, las visitas al Santísimo, el rezo del Rosario. Esas prácticas contribuirán para que las cosas cambien, sean diferentes. “Venga a nosotros tu reino”, se pide también en el Padre Nuestro. Y la Virgen en Fátima profetizó: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”; trátase del Reino de Cristo, del Reino de María. Ese reino será un hecho social esplendoroso, más principia modestamente en el corazón de cada adorador.
P. Rafael Ibarguren EP