“Sólo hallo paz aquí”
El año que comienza viene acompañado de sentimientos de aprensión y de esperanza. Las razones de la aprensión saltan a los ojos ¿Y las razones de esperanza? Quizá no sean evidentes para la generalidad de las personas, pero existen y son fuertes; vamos a ello. Evidentemente hablamos el lenguaje de la Fe y no el del del mundo.
Tres son las virtudes teologales infundidas en el alma del católico con el sacramento del bautismo: la fe, la esperanza y la caridad. Esas virtudes operan en nuestro interior con una fuerza propia, sin que necesariamente las circunstancias exteriores las condicionen. En aquellos que cultivan esas virtudes – porque ellas no son estáticas, crecen o disminuyen según la atención que les demos – el acontecer diario, con sus luces y sombras, es siempre un acicate para tornarlas más robustas. ¡Las virtudes teologales son un capital maravilloso que hay que saber potenciar!
La vida sobrenatural, la vida del alma, tiene leyes diferentes a las que rigen la naturaleza material. Por ejemplo, si estoy en el desierto del Sahara, bajo un sol abrasador, y tengo una sed terrible, al beber agua la sed desaparece y supero ese agobio. También, si tengo un hambre voraz y logro comer hasta hartarme, retomo fuerzas y el apetito cesa.
En cambio, si tengo sed y hambre de Dios, cuanto más lo conozco, lo amo y lo gozo, la apetencia de amarlo y de servirlo en lugar de saciarse, crece. Y eso será así inclusive hasta en el cielo, porque en la gloria no se goza una felicidad estática y sin gracia como lo insinúa la equívoca figura de un angelito barroco tocando eternamente un violín sobre una nube… En el paraíso celestial viviremos un encanto permanente y creciente, lleno de buenas sorpresas a la vista de la infinitud de un Dios tan grande y tan bueno.
Es indudable que el tema eucarístico cautiva no solo a la gran familia que hace parte de la “Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia”, como a todos los adoradores ignotos y dispersos en los cinco continentes, ese espléndido testimonio que atrae las bendiciones del cielo y que funciona como una especie de pararrayos en un mundo que reniega de Dios. La adoración eucarística es una respuesta al ateísmo craso, a la laicidad embustera y al indiferentismo cómodo que proclaman, cada uno a su manera: ¡Jesucristo, la Iglesia, la Eucaristía, no existen o, en todo caso, no importan!
Ante esa realidad, las virtudes de la fe, esperanza y caridad nos convidan a desempeñar con brío ese tesoro que es la adoración eucarística, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4, 2), en consonancia con el estado militante de la Iglesia.
Además, para los adoradores que perseveran en su piadoso empeño, no deja de ser un honor el ir a contra corriente, desagraviando a Jesús Hostia por tantas indiferencias y profanaciones con que se le ofende. No se debe correr atrás de los honores, es verdad, pero el hecho de honrar a Aquel a quien se debe todo honor y toda gloria, ennoblece el alma del adorador humilde que reconoce su nada ante la infinitud de un Dios tan cercano.
Ahora – y esto es importante – para ir al Santísimo no se piden disposiciones consoladoras o impulsos de un fervor sentimental, lo que sería sin duda agradable, pero podría quitar mérito. San Pablo escribe a los romanos: “Según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros” (Rom 7, 22-23). Dos leyes habitan en nosotros; solemos hacer lo que no queremos y querer lo que no hacemos…
De manera que, si me atengo a la razón iluminada por la fe, y aunque el sentimiento no me acompañe, mi actitud en relación al Santísimo será la adecuada: iré junto a Él. Pero si me limito a seguir el movimiento natural que me inclina a la desidia, no le daré el culto debido. Por eso ¡cuidado con “instalarse” en una indolencia culposa que nos aleja de Dios!
Como ayer a los romanos, San Pablo nos diría hoy que el año se abre con el convite a liberarnos de la ley del pecado para complacernos en Dios. La complacencia no se planea, proviene de una moción interior fruto de la gracia que, por cierto, ya habremos experimentado, sobre todo en la atmosfera primaveral de nuestra vida espiritual, cuando amábamos y nos sabíamos amados de Dios, de la Virgen, de los ángeles; todos fuimos niños inocentes…
Santa Teresa de Ávila brilla en el firmamento de la Iglesia como una figura excepcional. Mística, gran reformadora, Doctora de la Iglesia y genio de la lengua castellana, entre sus escritos hay una poesía que lleva el título “¿Qué mandáis hacer de mí?”. Son versos que parecen describir las disposiciones que un adorador debe tener ante el Santísimo. Citemos apenas estas rimas:
“Si queréis, dadme oración, si no, dadme sequedad,
Si abundancia y devoción, y si no esterilidad,
soberana Majestad, sólo hallo paz aquí.
¿Qué mandáis hacer de mí?”
“¿Qué mandáis hacer de mí?”, esa pregunta y esa resignación – igualdad de ánimo ante oración o sequedad, devoción o esterilidad – son el bagaje con el que hay que acercarse al Santísimo. ¡Qué bueno sería que podamos decir como la santa “sólo hallo paz aquí” cuando estamos ante al Señor! En la vida cotidiana hallamos momentos de paz en diversas situaciones: en el calor de la vida familiar, en la compañía de buenos amigos, en el cumplimiento del deber, etc., pero la paz con mayúscula y en letras de oro la podemos encontrar junto al Señor sacramentado; Él nos da su paz, aunque no como la da el mundo.
Y ya que venimos arrastrando la amenaza de una conflagración mundial, digamos que la tan anhelada paz no se logra solo, ni principalmente, deponiendo armas o firmando tratados. Tampoco a costa de sonrisas fingidas o de capitulaciones deshonrosas. San Agustín definió la paz con su genio sin igual como “la tranquilidad en del orden”. Que María Santísima, Reina de la Paz, interceda por el mundo sumido en profundo desorden.
P. Rafael Ibarguren EP