La salvación de las almas, ley suprema
Toda asociación de cualquier índole que sea – religiosa, política, filantrópica, deportiva, etc. – tiene sus estatutos, sus leyes, sus compromisos. Es inconcebible una actividad común sin pautas que la regulen. La Adoración Nocturna Española, por ejemplo, o nuestra Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia, tienen sus reglamentos.
Es claro que la asociación no recibe la savia vivificante para cumplir su cometido de la letra de sus estatutos. Hay siempre un ideal motor superior, que está por encima de las cuestiones de orden operativo y disciplinar. Pero las normas sirven de cause y de custodia a la razón asociativa.
La Iglesia Católica, Cuerpo Místico de Cristo y pueblo santo de Dios, es también una sociedad y sus miembros están sujetos a normativas… aunque su incumplimiento no los excluye sin más, como sucede en otras colectividades. Como buena madre, la Iglesia instruye, corrige y perdona, evidentemente contando siempre con el arrepentimiento y la enmienda del quien faltó.
Al promulgar el “Código de Derecho Canónico” en vigor, hace cuarenta años atrás, San Juan Pablo II daba una luminosa explicación que se cita a seguir. A pesar de su extensión, merece ser transcrita; cada frase tiene importancia: “El Código de Derecho Canónico es del todo necesario a la Iglesia. Por estar constituida a modo de cuerpo social y visible, ella necesita normas para hacer visible su estructura jerárquica y orgánica, para ordenar correctamente el ejercicio de las funciones confiadas a ella divinamente, sobre todo de la potestad sagrada y de la administración de los sacramentos; para componer, según la justicia fundamentada en la caridad, las relaciones mutuas de los fieles cristianos, tutelando y definiendo los derechos de cada uno; en fin, para apoyar las iniciativas comunes que se asumen aun para vivir más perfectamente la vida cristiana, reforzarlas y promoverlas por medio de leyes canónicas (…)”. (Constitución Apostólica Sacrae disciplinae leges, 25-1-83).
Ciertos católicos minimizan la importancia de la legislación canónica como si estuviese en choque con las exigencias de la gracia, de los carismas y de la caridad, lo que es un craso error. Como los arcos de una misma ojiva gótica, la ley y todo lo referente a la vida del alma se encuentran y se unen en perfecta armonía. La ley no es un estorbo, es una ayuda ¡cuán medicinal y salvífica!
Este “preámbulo legislativo” – por llamarlo de alguna manera – es hecho con el objetivo de subrayar unas obligaciones relacionadas con la Eucaristía, más concretamente con la Comunión sacramental. Trátase de dos cánones del Código de Derecho Canónico de máxima importancia, como se verá.
Uno es el canon número 920: “Todo fiel, después de la primera comunión, está obligado a comulgar por lo menos una vez al año”. Muchos que no practican la Fe con regularidad, suelen ir a Misa solo para Pascua, o por ocasión de la muerte de un conocido, o al inicio de la Cuaresma para que les sean impuesta las cenizas. Bien ¿y la recepción de la Comunión?
Es verdad que para recibir la Comunión hay que tener las disposiciones debidas, y eso no se debe relativizar; el tema es espinoso y puede no tener una solución fácil ni rápida. Pero eso no significa cancelar cualquier reflexión al respecto. Porque si una ley de la Iglesia establece la Comunión anual, el católico coherente escudriña qué puede hacer, cuándo y cómo, para ponerse en regla. Y, antes que nada, comienza por rezar para que los caminos se le abran. Dormir despreocupado sobre el problema no cabe.
El otro canon es el número siguiente, el 921: “Se debe administrar el Viático (es decir, la Comunión) a los fieles que, por cualquier motivo, se hallen en peligro de muerte”. Aquí la Iglesia, a través del legislador, piensa directamente en las personas responsables de la atención pastoral del enfermo, supuestas siempre sus buenas disposiciones.
Hay una idea equivocada y muy lamentable soplada por el espíritu del mundo, que sustenta que el enfermo grave puede asustarse si se llama a un sacerdote para asistirlo, como si el ministro de Dios fuese quien lo va a terminar de matar y no el que le trae, precisamente, los sacramentos de salvación: el perdón de los pecados, el Pan de Vida y la santa Unción.
Quien escribe esta reflexión ha experimentado en el ejercicio de sus deberes sacerdotales cuánto alivia y consuela a un moribundo en su lecho de dolor – y a los familiares y amigos que lo acompañan – la oración, la lectura de la Palabra de Dios y la celebración de los Sacramentos ¿Cómo impedir que un cristiano reciba esos subsidios salvadores en la hora extrema? ¿Qué especie de consideración tienen para con el moribundo quienes le niegan lo más necesario para alcanzar la felicidad eterna? Recibir la Eucaristía es una necesidad y una obligación, tanto para los que venden salud, como para los que están a punto de emprender su último viaje ¡Que la Virgen de Lourdes, especial patrona de los enfermos y cuya fiesta se celebra el 11 de febrero, de fuerzas a los de salud gravemente comprometida y a sus familiares para asumir estos compromisos!
La mentalidad materialista reinante ignora la vida sobrenatural y poco o nada se interesa por la eterna bienaventuranza. Desprecia además la dignidad de la misma vida natural, espacialmente en sus estados más frágiles que son los previos al nacimiento y al desenlace final.
La ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas (Canon 1752), todo el Código de Derecho Canónico está ordenado a ese fin. Por eso, los católicos no podemos prescindir de los auxilios que la Iglesia pone a nuestro alcance para el bien temporal y eterno, propio o ajeno. Cuando las leyes de Dios y de la Iglesia no se cumplen, mucho mal se puede esperar para los individuos y para la sociedad; lo estamos constatando…
“Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”, se pide en el Padre Nuestro. Un aspecto predominante de la voluntad de Dios es que ese remedio sanador que es el Pan Eucarístico sea nuestro compañero de camino.
P. Rafael Ibarguren EP