El Padre Pío
Era la gracia carismática de la estigmatización
que Dios le concedía en beneficio de los demás.
Atrayendo hacia sí, miles y miles de devotos
que se acercaban a verlo, pedir consejo,
confesarse o para obtener un milagro.
De niño, Francisco Forgione, “rezaba de rodillas y bien compuesto”. Ya a sus cinco años tenía éxtasis y apariciones, que los ocultó hasta sus 28 años de edad, pues consideraba acontecía, de forma ordinaria, con todas las almas. “Había sentido, desde la más tierna edad, fuertemente la vocación al estado religioso”, atraído a ser como los “frailes de barba” sentíase invitado a “combatir como valiente guerrero”, “contra el placer de este mundo”, que intentaba sofocar la divina llamada.
Fue un 6 de enero de 1903, a sus 16 años, que el joven Francisco llegó a las puertas del convento en Morcone, distante a 30 kilómetros de su ciudad natal, Pietrelcina. Recibe el hábito capuchino, su nombre será otro, hoy famoso en todo el mundo: Fray Pío. Rezaba fervorosamente pidiendo: “Jesús me conceda que el fervor me dure siempre, hasta que haga de mí un perfecto capuchino”. En sus primeros tiempos se distinguía por su modestia, mortificación y gran piedad. Su director espiritual decía que Jesús lo favorecía con celestes visiones en los comienzos de su noviciado.
Cuatro años después de ser ordenado sacerdote, en 1914, llega al silencioso convento, alejado del pueblo, de San Giovanni Rotondo. Poco a poco los fieles fueron descubriendo al fraile recientemente llegado. Por su lado, el joven capuchino progresa en su itinerario hacia Dios y, entre los fenómenos más notorios y llenos de trascendencia ocurridos en el año 1918, tiene sus manos, pies y costado traspasados y sangrando. Fueron las llamadas “heridas o llagas de amor”. Era la gracia carismática de la estigmatización que Dios le concedía en beneficio de los demás, marcando el principio de un largo caminar, durante cincuenta años, atrayendo miles y miles de devotos que se acercaban a verlo, a asistir a sus misas, a pedir consejo, principalmente a confesarse o que les sea intermediario para obtener un milagro.
Fue en la mañana de un 20 de septiembre de 1918, durante la acción de gracias, después de la celebración de la santa Misa, estando en el coro frente al Crucifijo, nota que: “de repente, una gran luz me deslumbró y se me apareció Cristo que sangraba por todas partes. Su visión fue aterradora. Me sentí morir. Cuando volví en mí, me encontré en el suelo, llagado. Las manos, los pies y el costado estaban traspasados y manaban sangre, y me dolían tanto, que no tenía fuerzas para levantarme. Arrastrándome avancé hacia la celda. Volví a mí mismo y, al mirar las llagas, lloré, elevando himnos de gratitud y oraciones. Imaginad -decía- la congoja que experimenté entonces y que sigo experimentando casi todos los días”.
Nunca el Padre Pío había buscado las vías extraordinarias. Ante lo ocurrido invocaba a Dios le retire los estigmas, verdaderas “señales del Señor”. No pedía le quite el dolor sino, “estas señales externas, que me causan una aflicción indescriptible e insoportable”.
El padre De Ripabottoni, su antiguo biógrafo, relata que: “La Divina Providencia no cumplió este ardiente deseo de su predilecto: no retiró de su cuerpo las señales, porque él tenía que servir de señal para los hijos de los hombres que caminan a tientas entre tinieblas, clavado en la cruz juntamente con el Señor crucificado”.
Esto dio lugar a que, el llamado “convento de la desolación”, fuese sintiendo la llegada de torrentes de almas. La fama de santidad del Padre Pío comenzaba a trasponer los límites de la comarca, principalmente en la intención de poder confesarse con el “capuchino de los estigmas”. Empleaba su tiempo, en el decir del santo, en “desatar a los hermanos de las cadenas de satanás”.
El obispo de Melfi y Rapolla expresaba el deseo de que el Señor lo conserve por largo tiempo: “para bien de las almas y confusión de los impíos”. Dios le había concedido -a este gran santo- el don de aliviar, fortalecer, esclarecer y orientar a los que se aproximaban a él.
Comenzaron las opiniones de los médicos que examinaron sus llagas. Fue el Doctor Luigi Romanelli, director del Hospital de Barletta, el primero que concluyó -después de examinarlo cinco veces a lo largo de quince meses y hacer un tratamiento para que desaparezcan-, que las heridas eran de carácter sobrenatural. Poco después, enviado por el superior de su congregación, el Doctor Amico Bignami, del Hospital Real de Roma, que era un hombre materialista; como las heridas no sanaban, concluía que era una necrosis de origen nervioso, sumada a una autosugestión. A este lo sucedió el Doctor Jorge Festa, cirujano de renombre y católico, que declaró: “el origen de las llagas del Padre Pío, nuestros conocimientos científicos están lejos de poder explicar. La razón de su existencia, está más allá de la ciencia humana”.
No podían faltar los detractores, y fue en 1920 que apareció el calificado como “filósofo de la persecución”, un famoso franciscano que había sido médico, especializado en neuropsicología, de cierta fama. Como no tenía autorización del Santo Oficio para examinarlo, tuvo sus planes frustrados. No habiendo visto los estigmas afirmó: “examinado diligentemente al Padre Pío y sus estigmas” – cosa que no fue cierta -, calificó el fenómeno de “una condición psicopática o efecto de una simulación”. Este sacerdote, llamado Agostino Gemelli, antes de morir, escribió una carta al padre Pío pidiéndole perdón por la terrible relación hecha delante del Papa sobres sus estigmas. Posteriormente el Vaticano envió tres visitadores oficiales, que emitieron pareceres favorables al santo.
El Papa de la época, Benedicto XV, que lo juzgaba “un hombre extraordinario”, fallece. Como no podía dejar de ocurrir, seis meses después, el Santo Oficio, movido por falsas acusaciones, emana disposiciones prohibiéndole mostrar o hablar de los estigmas, y, que no diera la bendición al pueblo. Condena basada en un veredicto que no estaba justificado en un examen objetivo.
Nadie de los que se aproximaban a él o asistía a sus misas, impugnaba esta realidad certificada por médicos que lo había examinado con toda profundidad y tranquilidad. Más aún, las conversiones por su intermedio eran resonantes, las curaciones atribuidas a sus oraciones eran asombrosas. El importante diario romano “Il Tempo”, titulaba: “Los milagros del Padre Pío en San Giovanni Rotondo” (3-6-1919).
Queriendo imponer silencio sobre el Padre Pío, hacia 1922, se inició el doloroso período de persecución al “capuchino de los estigmas”, que, como efecto contrario, atraía cada vez más la atención, despertaba curiosidad y más fieles llegaban al desolado lugar.
Estos fueron lo que podríamos considerar los inicios de las luchas del santo capuchino, cuyos estigmas, durante cincuenta años, fueron una demostración indiscutible y sobrenatural a la vista de todos. Dolores, incomprensiones, persecuciones, por un lado. Por otro, conversiones, milagros, predicciones del futuro, clarividencia en conocer la intimidad de los corazones. Nada en él fue para su autoglorificación. Al contrario, un testimonio de oración, sufrimiento, ejemplo, caridad, invitación a la conversión, amor a la Orden de la que era hijo y a la Santa Iglesia. Fue el Santo Padre Pío de Pietrelcina, cuya fiesta se conmemora los 23 de septiembre.
La Prensa Gráfica de El Salvador, 18 de septiembre de 2022.
P. Fernando Gioia, EP
Heraldos del Evangelio