El Pan que da la vida
En una meditación anterior hablábamos de Jesús como el Pan de vida. Ahora damos un paso hacia adelante y decimos más: Jesús es el Pan vivo, no solo porque nos da el pan que da vida sino que, por estar vivo, comunica la misma vida que posee. Ese pan vivo que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn. 6, 51). Él dará; este matiz es importante, pues cuando hablaba Jesús en Cafarnaún, no había ofrendado aún su carne y su sangre, lo haría en la próxima Pascua: en la última cena y en la Cruz.
En la historia de la salvación, la Eucaristía está presente de diversos modos: es prefigura (el maná del desierto, el cordero pascual, el “pan que da la vida” del capítulo VI del Evangelio de San Juan); es acontecimiento (En el cenáculo y en el Calvario) y es sacramento en la celebración de la Misa y, de manera menor -aunque cuán importantes y necesarias- en las diversas formas de dar culto a la Eucaristía: exposición del Santísimo, adoración perpetua o nocturna, bendición solemne, procesión del Corpus, viático llevado a los enfermos, comuniones recibidas, etc.
Así como la encarnación es el acontecimiento más importante de la historia, puesto que el mismo Creador entra en ella y la marca indeleblemente, igualmente podemos decir que la Eucaristía es también el centro de la historia, puesto que es prefigurada y anhelada durante el antiguo Testamento, específicamente realizada en el Nuevo y celebrada sin interrupción hasta el fin del mundo.
Pero la invitación de Nuestro Señor no es solo a celebrar la Eucaristía (el sacramento de su cuerpo y de su sangre) sino a ser Eucaristía. Eucaristía significa entregarse, ofrendarse, inmolarse en acción de gracias, como lo hizo Él mismo.
Es muy sugestivo e impecablemente teológico la “epíclesis” con que, en la Santa Misa, se invoca al Espíritu Santo: “Que Él nos transforme en ofrenda permanente”. En realidad son dos las ofrendas o los dones que se presentan en el altar: el pan y el vino que se transformarán en el cuerpo y la sangre de Cristo, y el fiel, uno mismo, la persona que está y participa del culto, que pasando a vivir en Él, se transformará en el cuerpo místico de Cristo.
La celebración Eucarística de la Misa, como la adoración que hagamos de la Hostia consagrada, sea ella solemne o sencilla, no es solo un espectáculo, ni un tiempo relajante o agradable, ni siquiera una exigencia protocolar que una criatura rinde a su creador, impelida por una ley. Es un encuentro misterioso y transformante en que cada parte (Dios y el hombre) se da y se recibe produciéndose una unión inefable.
La vida de Dios nos es por esta forma comunicada y es por eso que bien podemos decir aquello de San Pablo de que “ya no vivo yo, es Cristo que vive en mi” (Gal. 2, 20). Literalmente paso a vivir de la vida de Dios, me lanzo en la esencia divina, habiendo previamente renunciado a mí mismo. “El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo” (Lc. 9, 23). Negarse es inmolarse, es morir para pasar a tener otra vida, es nacer o renacer de manera diferente.
Cuando miro a la Hostia y la adoro, aunque el sentimiento no me acompañe ni tenga una particular consolación, debo saber y pensar que ahí está un Dios glorioso que pasó por la pasión y la muerte y que resucitó triunfante. Ese es el itinerario que yo también debo seguir para llegar al cielo; tengo que pasar por la prueba y el dolor.
Esta meditación me introduce de lleno en el misterio cuaresmal en que, por medio del ayuno, la limosna y la oración, me voy configurando con Cristo hasta llegar, un día y para toda la eternidad, a la visión y posesión de Dios.
¡Con cuánta propiedad cabe una meditación Eucarística en Cuaresma! Otras meditaciones hemos hecho ya: en el tiempo de Adviento, en Navidad, tantas en el tiempo ordinario… ¡Es que la Eucaristía abarca todos los tiempos, todos los lugares y la propia eternidad, pues la Eucaristía es inmolación amorosa, Dios es amor y el amor nunca acabará!
Marzo de 2011, San Miguel de Sucumbíos.
P. Rafael Ibarguren EP