Eucaristía, misterio de comunión

Eucaristía, misterio de comunión

Ordinariamente decimos que la comunión es la recepción del Cuerpo de Cristo presente en la Hostia consagrada. En efecto, Jesús instituyó el sacramento eucarístico en la última cena para ser alimento. Comulgar es, pues, comer al Señor. Lo dice crudamente el bello himno “o res mirabili, manducat Dominum pauper, servus et humilis”.

Comulgar es un acontecimiento en nuestra vida. Cada comunión lo es. Y la primera comunión es para el niño que se prepara a recibirla, un evento radiante que se espera ansiosamente y que después recordará nostálgico toda la vida, procurando renovar cada domingo -o cada día- ese encuentro indeciblemente feliz.

Pero la palabra comunión tiene un sentido más abarcativo y no menos verdadero e importante: Es que por el hecho de ser hijos de Dios, los bautizados que atinan para la vida sobrenatural que han recibido, están solidamente unidos con Dios y con los hermanos en una superlativa comunión. Más o menos como las piedras de un templo material constituyen ya una unidad formal y no son más meras partes inconexas, así las almas en gracia son piedras vivas de la Iglesia, son miembros de Iglesia, unidas a su Cabeza que es Jesús. Constituyen el cuerpo místico de Cristo.

Si es así, comulgar no es solo recibir el pan de los ángeles; es también participar del banquete de la palabra en la Misa, es hacer una comunión espiritual (de deseo), es adorar al Señor en el tabernáculo, en el altar o en la custodia. Comulgar es practicar las obras de misericordia, es testimoniar las bienaventuranzas, es vivir a la luz del Evangelio… ¿Qué no es comunión en la vida de un cristiano?

Podemos hablar de Eucaristía como misterio de comunión, puesto que el concepto de comunión no es unívoco. Los Padres de la Iglesia y la misma enseñanza bíblica nos refieren una doble dimensión en la comunión: la vertical, comunión con Dios, y la horizontal; comunión con el prójimo. En estas dos formas de comunión se sintetiza toda la ley y los profetas (Mt. 22, 40).

Podríamos aventurarnos y apuntar hacia una tercera dimensión: la comunión con el cosmos. Es lo que nos sugieren las palabras del Papa Benedicto XVII “En la Eucaristía Cristo está realmente presente y la santa misa es memorial vivo de su Pascua. El santísimo Sacramento es el centro cualitativo del cosmos y de la historia.” (Discurso a los estudiantes universitarios de Roma 14/12/2006).

No es bueno que el hombre esté solo”, sentenció el Creador a la vista de Adán recién formado del polvo de la tierra (Gen., 2, 18). Es claro que le convenía una compañera, carne de su carne y sangre de su sangre. Pero no es menos verdadero que todos los seres vivientes y la creación entera del que pasaría a ser rey y custodio, son su marco y constituyen la misma trama de su existencia. El hombre no se explica sin todo el entorno formidable de la creación con el cual debe de estar en comunión. 

Las tres dimensiones de la comunión son entonces: con Dios, es decir, la fidelidad a su alianza y a su ley, Amor infinito que me creo y me redimió teniendo piedad de mi nada. Con la creación, grandiosa obra del designio divino, que debe de ser no solo respetada sino sublimada por el trabajo de cada día. Y la comunión con los semejantes, los prójimos, nuestros hermanos, a quienes debemos amar y ayudar como si se tratase del mismo Cristo; “Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mi me lo hicisteis” (Mt. 25, 40))

Ahí está lo que llamamos el “estado de gracia”, que es ausencia de pecado grave. Son las disposiciones adecuadas para poder recibir al sacramento de la Eucaristía, para “comulgar”, en el sentido más corriente que se da a la palabra. Para la comunión sacramental me preparo con esta otra forma de comunión que es armonía, que es orden, que es paz.

¿Cuál es el objetivo de la Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia, la meta de todas las asociaciones de adoradores que se multiplican por los cinco continentes? No es otra que el culto al “centro cualitativo del cosmos y de la historia”, al Salvador del mundo, expuesto en su sencilla blancura y destellando rayos de plata o de oro que impregnan de bondad a las personas que se le acercan reverentes.

Lograr esta finalidad que nos proponemos, es una manera excelente de propiciar el misterio de comunión y de preparar a los adoradores para la cita divina en la que Jesús se les dará en alimento.

Asunción -Paraguay-, 1 de octubre de 2010. memoria de Santa Teresa del Niño Jesús.

P. Rafael Ibarguren EP