Eucaristía y Navidad
¡Que admirables son los misterios de nuestra fe! Lo son, en toda la extensión de su impenetrabilidad, bien como en el armonioso convite que nos hacen para que los penetremos. San Pablo escribe a los Romanos: “”Les ruego, pues, hermanos, por la gran ternura de Dios, que le ofrezcan su propia persona como un servicio vivo y santo capaz de agradarle; este culto conviene a criaturas que tienen juicio” (Rm. 12, 1). El acto de fe no es ciego o ilógico, ni se contenta con constatar el misterio. Es un homenaje razonable –rationabile obsequium– que hacemos al Creador.
La Navidad, por ejemplo, es un misterio bellísimo que tiene un parentesco con otro grande, el misterio por excelencia, el Eucarístico. Todos los misterios son figurados por signos que ayudan a entenderlos -no propiamente a explicarlos. Las verdades de la fe forman un cuerpo razonable, no un enjambre arbitrario. Los misterios se pueden llegar a “entender” si se los considera hermanados, amigos y sometidos a una especie de fuerza centrípeta que los energizan. En ese sentido, parecen notables los signos que aproximan los misterios ya citados; el de Belén y el del Cenáculo.
Belén, donde nació Jesús, es un nombre simbólico y providencial. En árabe significa “casa de la carne” y en hebraico “casa del pan”. Ya vemos aquí una primera y encantadora analogía entre la Navidad y la Eucaristía.
Otros aspecto que conmueve es lo que se nos dice en la Sagrada Escritura que María “dio a luz al Niño y lo colocó en un pesebre” (Lc. 2, 7). Es decir, en un lugar para ser comido, puesto que el pesebre es de donde los animales se alimentan.
Y hablando de alimento, sabemos que Jesús vino a hacer la voluntad del Padre. Inclusive Él llega a afirmar que su comida es cumplir la voluntad del Padre: “Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado” (Jn. 4, 34). Para eso nace en Belén, para alimentarse obedeciendo.
Nosotros, los bautizados, cuando comulgamos realizamos el ideal mas puro del cristianismo: tener vida eterna “El que coma de este pan, vivirá para siempre” (Jn. 6, 51). Obediencia, alimento y vida son predicados esenciales de la Eucaristía. Son también los predicados que acompañan el misterio de la Navidad: El niño nace por obediencia, para ser alimento y darnos, así, vida, para llegar a la meta final, el reino del cielo, que es comparada también a un banquete, el banquete celestial. Dios se da a comer en el tiempo y en la eternidad.
Otra cosa que llama la atención y que asimila el misterio de la gruta con el del altar, es la noción de Victima: Sabemos que en el poblado de Belén no dieron pasada a la Virgen y a San José; tuvieron que refugiarse en lo inhóspito de una pobre gruta para ahí dar a luz al Salvador. Sobre el ara del altar, es el propio Cristo que se ofrece y que se inmola, como en el Calvario. La Eucaristía es un misterio iluminado también por las nociones de obediencia, de alimento, de vida, de cruz. ¿No hay, pues, una reversibilidad en cada uno de estos aspectos cuando se los aplica a los dos misterios que tratamos?
En la noche bendita de Navidad, cuando tantos –¡y tantos cristianos!- se dan al desenfreno, a las comilonas, al pecado y al placer pasajero…(lo opuesto a la obediencia, al alimento bien concebido, a la vida verdadera y a la cruz, yugo suave y ligero del Señor) los adoradores estaremos junto al pesebre donde se representa al pan bajado del cielo, a la prenda de la gloria: el Niño Dios; en ese lugar bendito de nuestra casa donde montamos el Belén que hace las delicias de nuestros niños.
Es claro que celebraremos la nochebuena en la alegría, festejando, comiendo, bebiendo e intercambiando saludos y regalos. Pero desde lo más hondo de nuestro ser, una aspiración sobrenatural brotará ansiosa: unirnos a Dios de la manera más plena que se puede lograr en esta tierra: recibiendo al Señor como alimento y adorándolo en su misterio de amor.
El hambre y la sed eucarística aspiran a mucho más que a manjares humanos. A mucho más, inclusive, que a un delicioso vino como el de Caná o a los panes milagrosos multiplicados en la montaña. La aspiración es al alimento que nunca nos saciará.
En Navidad, entre los tiempos dados a las compras, los viajes y las fiestas, reservemos un momento para la adoración y otro (o el mismo) para la comunión.
Diciembre de 2010. San Miguel de Sucumbíos, Ecuador.
P. Rafael Ibarguren EP