La Eucaristía, el “Jesucristo nuestro”.

La Eucaristía, el “Jesucristo nuestro”.

¡Cuántas cosas santas y hermosas tiene nuestra religión!

Qué oportuno es que pensemos en esto y que seamos agradecidos por tantos beneficios que nos proporcionan los dones de Dios a través de su Iglesia. A bien decir, nadamos en un océano de favores naturales y sobrenaturales que nos son prodigados generosamente sin que nos demos plenamente cuenta.

Entretanto, hay una cosa las sobrepasa a todas las otras y, esto, sin punto de comparación: la Eucaristía.

La Sagrada Eucaristía es el corazón de la Iglesia, es su esencia, su centro, su vida, y con ella hay necesariamente que contar dentro de nuestra santa religión; es Jesucristo tal como quiere ser buscado, deseado, creído, amado, obsequiado, agradecido y adorado en la tierra por los hombres; es Jesucristo repitiendo cada día el Calvario y el Evangelio y perpetuando hasta la consumación de los siglos la Redención de aquel y los milagros de éste; es el Jesucristo de la gloria hecho alimento, luz, solución, redención, defensa, medicina y resurrección de los peregrinos de la tierra; la Eucaristía es, si cabe decirlo así, el Jesucristo nuestro o en el estado en que más nos conviene, tan necesario a nuestra vida como el aire a los pulmones”. Así se expresa en uno de sus escritos, el gran apóstol de la Eucaristía, beato Manuel González

(+1940), fundador de numerosas instituciones eucarísticas.

Estas afirmaciones llenas de calor y de elegancia, son profundamente teológicas. Bien podría ser este un texto a ser leído y meditado como una sentida oración ante el Santísimo Sacramento.

Al colocar al misterio eucarístico en la dimensión que le compete -eso es lo que, con sencillez y altura, logra el santo Obispo andaluz Don Manuel González- pone también al fiel adorador en su lugar, es decir, en el pedestal mas elevado que le cabe como hijo de Dios y heredero de su gloria. Quien contempla la blanca Hostia consagrada -podrá ser un humilde trabajador, una modesta mujer, un joven estudiante distraído que ocasionalmente dobla su rodilla ante el Señor del universo- en realidad es el blanco donde converge toda la bondad eficaz de un Dios providente.

Ese pequeño rato que quitamos a nuestras ocupaciones o a nuestros caprichos para ir a visitarle, a rezarle, a consolarle, le agrada mucho a Dios y es un momento trascendental en  nuestro día, en nuestra vida. Tantas veces llegamos a sus plantas abatidos por el peso de nuestras miserias. Desde su trono Él nos declara con acentos siempre nuevos aquella dulce y eterna promesa “venid a mi, todos los fatigados y agobiados y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (Mt. 11, 28-30).

Estoy cansado, estoy enfermo. Pero, con toda propiedad, puedo preguntarme ¿qué importancia tienen mis problemas de salud, de relación, de dinero o de cualquier otra índole, cuando uno se pone a la luz de la Eucaristía, ese médico divino, ese fármaco de inmortalidad, ese tesoro que se pone al alcance de nuestro corazón? Es claro que los problemas que nos aquejan tendrán su importancia mayor o menor… pero esa importancia es raquítica al lado del tamaño sideral de la solución: ese “Jesucristo nuestro”, hecho a mi medida. No a la medida de mis carencias sino a la de mis más nobles e inefables aspiraciones.

Llevemos estos pensamientos consoladores a los pies del altar donde se inmola a diario el Cordero, junto al sagrario donde no deja de esperarme con ansias o a los pies de la custodia donde está expuesto en majestad para reinar con su yugo suave y ligero.

¿Cuándo terminaré de convencerme de que no hay lugar más feliz y más importante en la tierra que el estar junto a ese Dios hecho a mi medida? Quiera el Señor que, por la intercesión de María, lo sea en mi próxima visita al Santísimo. O, mejor, antes… ¡ahora mismo! mientras leo estas meditaciones que me preparan para la bendita cita con ese “Jesucristo nuestro” que desde la Hostia me mira, me enseña y me salva.

Asunción -Paraguay-, 1 de Agosto de 2010.

P. Rafael Ibarguren EP