Las visitas al Santísimo
En el mes de junio celebramos el Corpus Christi, solemnidad que comenzó a vigorar en la Iglesia durante la Edad Media y que tiene como finalidad proclamar la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Es una presencia permanente y substancial que perdura más allá de la celebración de la Misa, y que por lo tanto es digna de ser adorada tanto en la exposición solemne cuanto en las procesiones con el Santísimo Sacramento que desde entonces comenzaron a celebrarse. Las exposiciones y las procesiones hacen parte de los más bellos tesoros del patrimonio de la piedad católica.
Pero la visita personal al Santísimo no se queda atrás. Visitar al Señor Sacramentado importa en el acto social y protocolar más importante que pueda realizarse entre dos personas… que en la ocasión son ni más ni menos que el Creador y la creatura.
Es un encuentro lleno de sentido en que uno va a ver, en primer lugar, a Dios, nuestro creador y redentor. También vamos a visitar a un benefactor insigne, poderoso y rico como nadie. Además, es el encuentro con un amigo a quien amamos con todo el afecto de nuestro corazón. Y por fin nos damos cita con el modelo ejemplar a quien debemos imitar y con quien tenemos que conformarnos.
La consideración de esas cuatro dimensiones puede motivar y potenciar nuestra piedad eucarística, y empujarnos a ese gesto tan sencillo y a la vez trascendente que es el de entrar en un templo y visitar al Señor oculto bajo las especies eucarísticas. Son cuatro razones, cada una más motivante que la otra: ir a ver a un Dios, a un bienhechor, a un amigo y a un modelo.
Pero… atención, no es un encuentro con “un dios más” -como lo procuran hacer muchos de nuestros contemporáneos visitando por ejemplo un banco o un instituto de belleza, donde se adoran a “dioses” bien cuestionables, sino que es una cita para a ver al único Dios verdadero, celoso que no admite rivales y que nos pedirá cuentas.
En cuanto al “bienhechor”, es claro que Cristo no es uno de los tantos que pueden hacernos algún bien, sino que es el propio bien substancial, el Redentor que dio su sangre por mí y que no quiere otra cosa sino mi propia salvación.
Hablar de un “amigo” es decir poco. Sabemos que tener un amigo es tener un tesoro; cuánto valoramos a un amigo ¿no es verdad? Lo que pasa es que Jesús no es un amigo más sino que es Aquel que nos dijo en su Evangelio “permaneced en mi amor” y que nos amó “hasta el extremo”. Se ha dicho -siempre quedamos cortos con nuestras pobres expresiones- que Él es el amigo que nunca falla. ¡Es que está imposibilitado de fallar! nosotros a menudo fallamos. Él nunca; siempre a nuestro lado, siempre a nuestra espera.
Por fin, decimos que Nuestro Señor es un “modelo”. En realidad es el modelo acabado, la causa eficiente de nuestra santificación, nuestra meta. Por Él fueron realizadas todas las cosas y entre ellas a mi persona, hecha a su imagen y semejanza y que aspira al encuentro definitivo con Él, a la fusión, la comunión, la identificación.
Nuestras visitas al Santísimo no pueden ser un ejercicio maquinal, una estación más de un itinerario entre el pago de una cuenta y la compra de algún artículo necesario. Si para subsistir tengo que pagar deudas y comprar cosas… ¡Cuánto más necesitaré familiarizarme con el Dios que me creo, que me sustenta y que me espera!
Visitar al Santísimo es mucho más que un acto protocolar de educación: es una necesidad vital. Si entendemos esto y somos consecuentes con esta verdad esencial, visitando al Señor, haremos lo único que da sentido a nuestro día, a nuestra vida; a toda nuestra existencia, en el tiempo y en la eternidad.
1 de junio de 2011.- Quito, Ecuador
P. Rafael Ibarguren EP