Belén, cuna de la Eucaristía
En los tiempos litúrgicos de Adviento, Navidad y Epifanía, tiempos fuertes en la celebración del misterio cristiano, hay una palabra familiar que se repite a menudo en las lecturas, que se canta en Villancicos y que pasa a poblar la imaginación de los fieles: Belén.
Belén es un nombre altamente simbólico: en árabe significa “casa de la carne” y en hebraico “casa de pan”. Allá nació el Rey David, ungido por el profeta Samuel para ser cabeza de la dinastía, de la cual nacería el Mesías. Belén, cuna de David, sería el suelo donde nacería el esperado de las naciones.
Llama la atención la relación que tiene Belén con la Eucaristía. En primer lugar, porque allá la Virgen dio a luz al Hijo de Dios a quien adoramos en el augusto Sacramento del altar. Pero también por los significados providenciales del nombre: casa de la carne y casa de pan. Jesús es carne de María y pan de Vida.
Hay también en Belén otra realidad que salta a los ojos. Los Evangelios nos narran que en ese lugar bendito, todo el universo creado se hace presente para honrar al Señor “por quien existen todas las cosas” (Jn. 1, 3). Los reinos angélico, animal, vegetal y mineral se dan cita a través de sus representantes calificados: los ángeles, los pastores y los reyes, la vaca y el buey, la paja del pesebre, el lino de los pañales, el incienso, la mirra, el oro, la estrella misteriosa… Belén es una apoteosis de adoración, a pesar de la trágica excepción que hacen a la regla un tirano y unos malos vecinos: el rey Herodes y los posaderos insensibles al apelo del matrimonio forastero.
Lo que hace 2.000 años pasó en Belén, es un poco lo que sucede en nuestras iglesias y capillas donde se expone el Señor para la adoración. Allí están los ángeles –claro que sí-, María y José, a su manera; después los fieles devotos; las flores, la luz de las velas, el incienso, los materiales que componen el ostensorio y el altar … todo el marco que rodea a la Eucaristía expuesta, como que se inclina reverente y proclama la presencia real, por cierto con más sentimiento con el que lo harían los nuevos Herodes o los miles de anónimos que pueblan las urbes de nuestro tiempo, que ignoran a Dios o lo combaten. Porque ese aspecto es también hoy una triste realidad, ¡inclusive entre los cristianos!
La blanca Hostia radiante, como el Niño en el pesebre, está como indefensa, sin jactancia, olvidada, a veces casi sola. Los adoradores suelen ser son tardos en llegar y lentos en penetrar el enorme privilegio de estar en la intimidad de su Dios.
Pensemos ¿cuántos de nosotros no querríamos recibir una mirada, aunque sea furtiva, del Niño Jesús recostado en el pesebre o desde los brazos de María? Una mirada de esas llenaría una vida y justificaría la existencia de cualquier persona. Entretanto, esa misma mirada, con no menor cariño y poder tonificante, está siempre a nuestra espera desde Eucaristía reservada en los sagrarios y expuesta en las custodias.
Cuando resolvemos ir ante el Santísimo, en realidad es Dios quien nos atrae, nos acoge y nos envuelve, como a los pastores y a los reyes en Belén. Algo de substancial se opera en nuestro ser, pues ese contacto personal con Cristo en la Eucaristía es siempre fecundo como el calor del sol o como el rocío de la aurora. Así fue con los pastores ante el Niño: “Y todos los que los oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho” (Lc. 2, 18) y, también, con los magos que “regresaron a su país por otro camino” (Mt. 2, 12) es decir, renovados, convertidos.
Probablemente en casa montaremos un bonito nacimiento que será el encanto de los niños. A falta de sagrario en el hogar, allí adoraremos al Niño hecho carne en Belén y, posteriormente, hecho pan en el Cenáculo. Y ante tanta ignorancia y desprecio que reina en nuestro mundo hacia el misterio de Navidad, que solo lo celebra con compras, viajes, comilonas y fiestas, haremos una oración de reparación, como la habrá hecho San José durante su peregrinar por las calles de Belén con su esposa en cinta sobre el burrito sabanero, o por los duros caminos del exilio rumbo a Egipto, huyendo de la espada criminal.
Y después de la reparación, un pedido: Divino Niño: cordero, espiga y viña, frágil como un lirio y fuerte como un león; te pedimos un regalo en esta Navidad: imantados por tu amor, que nos hagas asiduos a los altares donde se adora a tu Cuerpo y se come tu Pan.
1 de diciembre de 2011.- Guatemala
P. Rafael Ibarguren EP