Adoración e indulgencia.
Todos aspiramos a beneficiarnos de muchas maneras: tener salud, tener dinero, tener prestigio… En general, se trata de cosas que se refieren al bienestar temporal. Pero resulta que no fuimos creados para estar eternamente en la tierra; un día no estaremos aquí. Por eso hay que dirigir la puntería a valores más altos.
La meditación de este mes será sobre uno de los beneficios más extraordinarios que podemos recibir sin que nos cueste un especial esfuerzo o ingenio. Se trata de un don inmenso que se nos sirve gratuitamente en bandeja de oro y plata.
El Manual de las Indulgencias de la Librería Editrice Vaticana nos explica lo qué es una indulgencia, las condiciones para lucrarla y las obras u actos que están indulgenciados. Vale mucho la pena conocer bien el tema.
“La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados ya borrados en cuanto a la culpa, que el fiel cristiano, debidamente dispuesto y cumpliendo unas ciertas y determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos. La indulgencia es parcial o plenaria, según libre en parte o en todo de la pena temporal debida por los pecados.
Para ganar una indulgencia plenaria, además de la exclusión de todo afecto a cualquier pecado, incluso venial, se requiere la ejecución de la obra enriquecida con indulgencia (por ejemplo: visitar un templo determinado, hacer una peregrinación a un santuario, recitar una oración, etc.) y el cumplimiento de tres condiciones que son: la confesión sacramental, la comunión Eucarística y la oración por las intenciones del Sumo Pontífice. Las tres condiciones pueden cumplirse unos días antes o después de la obra prescrita; pero conviene que la comunión y la oración por las intenciones del Sumo Pontífice se realicen el mismo día en que se cumple la obra”.
Entre los numerosos actos que la autoridad eclesiástica enrique con indulgencias, está dicho que “se concede indulgencia plenaria al fiel cristiano que visite el Santísimo Sacramento para adorarlo por espacio de media hora por lo menos”.
¡Que tesoro de altísimo valor tenemos a nuestro alcance los adoradores que, además de beneficiarnos de la compañía del Señor presente en la Hostia consagrada, podemos limpiar nuestra alma al punto de dejarla impecable y lista para comparecer ante Dios sin pasar por las penas durísimas del purgatorio: ¡ese es, precisamente, el efecto de una indulgencia plenaria!
La delicadeza de nuestra conciencia debería llevarnos no solo al deseo de no ofender a Dios, sino al empeño de agradarle en el más alto grado posible. Por eso, lavarnos por los méritos infinitos de la redención, a través de los medios que la Iglesia pone a nuestro alcance, es una exigencia no solo del amor debido a Dios sino del sano amor que uno debe tributarse a sí mismo. Porque nuestra salvación eterna no es negociable.
La Iglesia, cual tierna madre, nos sirve en bandeja de oro y plata la posibilidad de purificarnos plenamente recibiendo una indulgencia plenaria… ¡hasta diariamente, si nos lo proponemos!
Lástima que el ritmo de las ocupaciones absorbentes que nos inquietan y la tensión permanente que impregna nuestro cotidiano vivir, no nos deje tiempo ni espacio mental para pensar y obrar de esta manera eminentemente sabia cual es la de procurar el tesoro escondido por el que se vende todo lo que se tiene para poseerlo (Mt, 13, 44).
Notemos que no se exige para ganar una indulgencia plenaria que estemos ante la Eucaristía expuesta solemnemente, ella puede estar reservada en el sagrario; en uno de esos tantos de sagrarios que pueblan nuestras ciudades y pueblos, y que a menudo dejan tan indiferentes a los fieles.
Adorar al Señor sacramentado durante media hora, cuando se hace este acto de culto sin afecto al pecado, rezando por las intenciones del Papa, confesándose (el mismo día, o días antes, o días después) y comulgando, restaura toda una vida. Tan solo media hora con esas disposiciones, cura una existencia de años de tibieza o de muerte.
¿No parece esto ilógico y excesivo? Sí, y tanto, cuanto lo es el amor de un Dios crucificado y hecho pan, que nunca desiste de acogernos, que nos espera siempre.
Para quien no tiene fe o la tiene muy pobre, esto de las indulgencias se reduce a una práctica “preconciliar” superada. Para quien cree, es la prenda más linda del amor de Dios y de la solicitud de la Iglesia.
1 de junio de 2012.- Asunción, Paraguay
P. Rafael Ibarguren EP