¿A quién iremos?

¿A quién iremos?

La Eucaristía instituida por Jesús en la última cena, fue antes anunciada por el propio Señor en Cafarnaún, en un discurso que sorprendió y hasta escandalizó a sus discípulos. La anunció después de multiplicar los panes y los peces y de alimentar nada más y nada menos que a más de 5.000 personas. Nos lo relata San Juan en el capítulo 6 de su Evangelio.

En esa ocasión, dijo Jesús que daría en alimento su cuerpo y su sangre: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré en el última día”. Promesa magnífica y singular. “Es duro este lenguaje, ¿quién pude escucharlo?”, dijeron sus amigos. Y se retiraron ¡lo dejaron!

Al anunciar Jesús el don infinito de su persona para ser salvación nuestra, sus seguidores literalmente se chocan y lo abandonan. Les escandaliza no solo el que pueda morir –como lo hará- para redimirnos, sino sobretodo el que se haga comida y perpetúe de esta forma su presencia entre nosotros.

Entonces, dirigiéndose a sus íntimos, los apóstoles, Jesús les preguntó: “¿Ustedes también quieren irse? Simón Pedro le respondió ¡Señor! ¿a quién iremos? Solo Tu tienes palabras de vida eterna”.

San Pedro, que fue en aquella ocasión el portavoz de los doce, es hoy, también, nuestro portavoz, el portavoz de la Iglesia militante que permanece con Él, que se acerca reverente a la mesa del altar y que lo adora cuando está expuesto a la vista de todos. A la vista de todos como estaba en la sinagoga de Cafarnaún, en las bodas de Caná convirtiendo el agua en vino, o en la montaña, multiplicando los panes.

Un adorador debe decir a menudo como San Pedro “¿a quién iremos?” Y nunca, jamás, “retirarse” como los “seguidores” calculistas y mediocres del Señor.

En efecto; ¿A quién iremos si solo Él nos espera siempre con invariable ansia de encontrarnos y de trabar relación?; ¿A quién iremos si solo Él nos enseña, en palabras misteriosas y tan personales, la ciencia divina de la vida eterna?; ¿A quién iremos si solo Él está dispuesto a escucharnos, a perdonarnos y a salvarnos?

¿A quién iremos? He ahí una buena jaculatoria para el adorador.

Los fieles se ilusionan con viajar a tierra santa a conocer los lugares donde vivió Jesús y hacen de esa peregrinación una meta a lograr; sueñan con visitar algún lugar de milagros, como Lourdes, desean conocer santuarios, ir a Roma, encontrar a algún alma privilegiada o hacer un alto en un lugar de retiro o de silencio.

Pues bien, intenciones y deseos excelentes. Pero sucede que esas mismas personas ignoran o desprecian la presencia Real de Jesús, muchas veces a tan solo dos pasos de su casa. La presencia de un Dios amigo y bienhechor, de un Dios gloriosamente resucitado y trágicamente abandonado. ¡El creador y mantenedor de todas las maravillas que existen y de todos los lugares que valen la pena conocer!

Así son muchos de sus discípulos de hoy, como lo fueron hace dos mil años los que le oían en Cafarnaún. Quizá no se choquen con la Eucaristía como ellos, pero es seguro que se encantan con otras cosas tan inferiores y -a veces- hasta totalmente opuestas al Pan de los Ángeles. Es mejor ni dar ejemplos…

Por eso, nada se compara a la hora o al tiempo en que se está en la presencia de Jesús en la Eucaristía: inversión maravillosa, nunca tiempo perdido.

Si estoy adorándole en medio de una multitud piadosa, contagiándome de su fervor, será excelente. Pero si estoy solo, solito, cara a cara ante la Hostia santa, cuando nadie se acuerda de Él, aunque el sueño o la distracción me asalte, seré el mayor privilegiado de la tierra, pues me beneficio de su compañía y reparo con mi presencia tantos olvidos y  desprecios. Tenga o no tenga fe, no es otra la realidad.

1 de agosto de 2012.- Asunción

P. Rafael Ibarguren EP