¿Adorar versus celebrar?
Los compromisos importantísimos que se desprenden del culto eucarístico, como lo son, por ejemplo, la caridad o la misión, no deben opacar aquello que es la fuente necesaria de donde fluye el amor y el apostolado: el culto a la Hostia Santa. Lo comunitario y lo social, ámbitos que han sido privilegiados por una cierta espiritualidad dicha postconciliar, tienen que ser abordados como un fruto de la purificación del corazón y mudanza de vida (experiencias eminentemente personales) que parten de la Eucaristía y a ella conducen.
En ese sentido hay enseñanzas precisas y preciosas en la homilía del Santo Padre Benedicto XVI durante la celebración del Corpus Christi de este año en Roma. El Papa ha dicho que “una interpretación unilateral del Concilio Vaticano II ha penalizado esta dimensión (la adoración) restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo” (…) “desequilibrio que ha tenido repercusiones sobre la vida espiritual de los fieles”.
Pero, ¿Cómo se puede llegar a suponer una especie de competencia entre la celebración y la adoración? Benedicto XVI nos dice en su homilía: “El culto del Santísimo Sacramento es como el “ambiente” espiritual dentro del que la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía” (…) “Solo si es precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración, la acción litúrgica puede expresar su pleno significado y valor”.
La Eucaristía hace para la Iglesia un poco el beneficio que el fuego doméstico hacía para los miembros de las familias en los inviernos de otrora, cuando todos se beneficiaban de su luz y su calor, en la alegría de saberse unidos y queridos. Era inconcebible que alguien de la casa se aislase y se perjudicase lejos de la chimenea.
Por su parte, en la homilía de apertura del 50° Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Dublín, el Legado Papal, Cardenal Marc Ouellet, declaró: “Nuestra reunión es un acto de fe en la Sagrada Eucaristía, el tesoro de la Iglesia, que es esencial para su vida y para nuestra comunión como hermanos y hermanas en Cristo. La Iglesia vive de la Eucaristía, ella recibe su propia identidad del don del Cuerpo de Cristo. En comunión con Su Cuerpo, la Iglesia se convierte en lo que ella recibe: se convierte en un solo cuerpo con Él en el Espíritu de la nueva y eterna alianza. ¡Qué gran y maravilloso misterio! ¡Un misterio de amor!
Junto a la presencia real del Señor, los fieles se hermanan y se transforman en un solo cuerpo, en una familia: la Iglesia, que es el cuerpo místico de Cristo.
El Papa decía en su homilía del Corpus, recordando los momentos pasados en vigilias multitudinarias de jóvenes ante el Santísimo expuesto en Londres o en Madrid, “Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su sacramento, es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia que se acompaña en modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntos. Para comunicar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, plenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la misma comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial”.
No es decir poco. “Una de las experiencias más autenticas de nuestro ser Iglesia” es, entonces, la adoración eucarística. Propiamente, más que la adoración, es un “estar”, en el decir del Papa, un estar ante el señor. La adoración, que puede ser individual o comunitaria, es consecuencia del hecho de contemplar. La contemplación es una actitud previa de escucha, muy personal, que requiere silencio y concentración; hace con que el fiel se deje seducir por el Señor, se asombre, se anonade, aunque la sensibilidad no siempre acompañe, ya que la que guía la contemplación es la inteligencia iluminada por la fe al soplo de la gracia.
Casi que se podría decir que la adoración parte del fiel y que la contemplación es iniciativa de Dios, Él la infunde. Ambas son hermanas ¡Y juntas iluminan la celebración!
“Quia te contémplans, totum déficit” dice el himno eucarístico Adorote Devote. Al ver a Jesús velado bajo las especies y deshecho por mi, me siento vencido, me rindo. Y para esto no preciso de grandes conocimientos teológicos, ni de discursos persuasivos, ni tampoco de un calor especial que me invada el alma o el cuerpo. Me guía la fe y la intuición. La fe del carbonero y la intuición del campesino que entra en una iglesia, se descubre reverente, se coloca ante el sagrario y se queda tan solo mirándolo, sabiendo que Dios igualmente le mira.
Se ha dicho que somos lo que comemos (Hipócrates) y también que somos lo que vemos (McLuhan). Es una ley de la naturaleza: somos o nos transformamos según lo que miremos o injiramos. Si somos almas eucarísticas es por que contemplamos y comulgamos al Señor.
Las obras de caridad, los empeños misioneros, las bellas ceremonias litúrgicas… todo es consecuencia de mirar y de comer, de contemplar y de comulgar. Porque pretender ayudar a los pobres o evangelizar a los demás sin jamás mirarlo ni comerlo, es una tremenda ilusión. Lo peor es que hay quienes actúan así: es el nefasto desequilibrio que, en el decir del Papa reinante, repercutió en la vida espiritual de los fieles.
Ya decía el beato Juan Pablo II. “Cristo se queda en medio de nosotros. No sólo durante la Misa, sino también después, bajo las especies reservadas en el Sagrario. Y el culto eucarístico se extiende a todo el día, sin que se limite a la celebración del Sacrificio. Es un Dios cercano, un Dios que nos espera, un Dios que ha querido permanecer con nosotros. Cuando se tiene fe en esa presencia real, ¡qué fácil resulta estar junto a Él, adorando al Amor de los amores!, ¡qué fácil es comprender las expresiones de amor con que a lo largo de los siglos los cristianos han rodeado la Eucaristía!” Lima, 15-VI-1988.
¿Como se puede pretender valorar la Santa Misa y al mismo tiempo subestimar la Presencia Real? Es un contrasentido.
Hay en esto un grave problema de fe, pero también una no pequeña laguna de la inteligencia. Muchos incrédulos y agnósticos se han convertido -siempre con la ayuda de la gracia ¡claro!- razonando. Lástima que tantos católicos de hoy no sean razonables y tengan una fe tan apocada.
julio de 2012.- Asunción, Paraguay
P. Rafael Ibarguren EP