El pesebre, la mesa y el madero
El misterio cristiano es un don admirable que vemos reflejado en los diversos momentos de la vida de Jesús. Ciertamente brilla con especial fulgor en Belén, en el Cenáculo o en el Calvario, pero también en otras páginas del Evangelio: junto el pozo de Sicar, cuando, fatigado del camino, Jesús dialoga con la samaritana; en la explanada del templo, látigo en mano, expulsando a los mercaderes; o prisionero, afirmando su realeza ante Pilatos. Todo es maravilloso en esa vida que palpitó hace dos milenios, y que hoy reside y se da en todos los sagrarios de la tierra.
El Año Litúrgico nos guía en la celebración del misterio cristiano. Cada año, al comenzar el ciclo, el Adviento nos dispone para recibir al Niño con sentimientos de asombro y de ternura. Es ese mismo Niño que, pasados treinta y tres años, se inmolará en la cruz.
Pero es en el Cenáculo, en la víspera de la pasión, donde al instituir la Eucaristía, legará la manera prodigiosa de renovar su sacrificio y de aplicar sus méritos a todos los hombres. En la Eucaristía se refleja, como en una piedra preciosa tallada con arte, los gozos, luces, dolores y glorias de la vida de Jesús.
Vamos a abordar en esta meditación la afinidad -que llega hasta la identidad- de las cosas que sucedieron en la última cena y en el Calvario. Fueron pocas horas, pero el acontecer fue intensísimo en aquella noche luminosa del jueves y en el trágico medio día del viernes, en que el sol se oscureció.
Recogidos ante el pesebre, ofrezcamos al Niño esta meditación sobre su inmolación salvadora, teniendo en vista que la cruz no fue el único instrumento de su pasión. En las pajas del pesebre Jesús también se ofrendó.
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En el Calvario, Jesús es despojado de sus vestimentas para ser crucificado. Y en la última cena Jesús se despoja de sus vestiduras y se ciñe una toalla para lavar y secar los pies de los apóstoles. Asimismo, en la última cena San Juan conoce los secretos del corazón de Jesús recostándose en su pecho; y al pie de la Cruz el apóstol amado los conoce recibiendo el legado de María.
En el Cenáculo instituye la Eucaristía, nos da su Cuerpo y su Sangre. Y en la Cruz, de su pecho traspasado por la lanza, brota sangre y agua, signo de los sacramentos y especialmente de la Eucaristía. En el Cenáculo dio su cuerpo en alimento para darnos vida. En el Calvario, sacrificó su cuerpo, igualmente para darnos vida eterna.
En el Cenáculo estaba rodeado de sus once apóstoles (“vosotros estáis limpios”) y del traidor. Y en el Calvario lo rodeaban los dos ladrones, el bueno y el malo. En el Cenáculo, la mesa es un altar, un ara, como lo es la Cruz en el Calvario.
El suplicio de la prueba se consume en la cruz. Y la turbación de espíritu está igualmente presente en la cena: “uno de vosotros me va a entregar”. Junto a la cruz estaba su Madre y las santas mujeres; contiguo a la sala del Cenáculo estaba María, igualmente acompañada de aquellas.
En el Calvario se cumplió la profecía “cuando sea levantado atraeré a todos hacia Mi”. Y en el Cenáculo proclama Jesús en su Oración sacerdotal: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del Hombre”. En la Cruz se ostenta el INRI tallado por los impíos, pero en el cenáculo Jesús mismo explica su verdadera realeza: “los reyes de la tierra son dominadores, no así vosotros: el mayor que sea el menor y el que manda, como el que sirve”.
En la Cruz, Cristo dice al buen ladrón “hoy estarás conmigo en el Paraíso”, y en el Cenáculo dice a sus discípulos: “A donde yo voy no podréis venir ahora pero vendréis después”. En la Cruz declaró “tengo sed”. Y al entrar al cenáculo les dice: “con cuanta ansia he deseado celebrar esta Pascua”.
En el Cenáculo Jesús declara: “ruego por ellos y por lo que han de creer”: Y en la Cruz, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. En el Cenáculo eleva los ojos al cielo para consagrar las especies. Y en el madero los eleva para dirigirse al Padre: “Eli, Eli”. En la cena con sus discípulos declara “Ha llegado la Hora”. Y en la Cruz, termina su carrera diciendo “Consumatum est”.
Estas analogías nos muestran, en gestos y dichos, la obstinada voluntad de Cristo de salvarnos y de rescatarnos de la muerte para darnos vida abundante y eterna.
Dice un himno que si por un bocado nos vino la ruina, es también por un bocado que nos viene la salvación; referencias al fruto prohibido y al Pan de los Ángeles. Belén y el Gólgota toman toda su dimensión redentora a la vista de la Eucaristía.
Que el Divino Niño, por medio de María y de José, nos obtenga la gracia de apetecer el adorable manjar que salva: la Eucaristía, que es encarnación continuada.
Noviembre de 2012.- Buenos Aires
P. Rafael Ibarguren EP