El principio y el fundamento
El deber de la oración se impone. “Vigilad y orad”, nos ha mandado Jesús (Mt. 26, 41). Y San Pablo exhorta de forma imperiosa: “Oren sin cesar” (1° Tes. 5, 17). Rezar, más que una obligación es una necesidad vital. Todo el Evangelio, buena noticia que es anuncio del reino y llamado a la conversión, conduce a doblar las rodillas, a unir las manos o a fijar los ojos ante la majestad de Dios y de su obra, conduce a la oración.
Hay que saber que, contrariamente a lo que predicaban los gnósticos, el conocimiento de la verdad no justifica, no salva. Ni siquiera la sola fe, como decía Lutero, sin las obras. Pero, atención: las obras, por más buenas que sean, menos aún. ¿Y la recepción de los sacramentos? Tampoco, de por sí, nos redimen. ¡Ah, es que lo que realmente vale es la caridad, el amor! ¿Así, a secas? de ninguna forma, pues la caridad se marchita enseguida sin la oración, como se seca una planta sin raíz.
Sin duda, el preámbulo de cualquier culto a Dios, lo que a Él le agrada, es la oración y la oración constante. Esta es la gran verdad que hay que entender y vivir: quien reza, cumple con Dios. Por eso, nunca se ha dejar de rezar ¡nunca, nunca, nunca!
La oración vale todas las virtudes. Aunque pueda ser árida y difícil; podremos llagar a distraernos o hasta a dormirnos en ella (Santa Teresita del Niño Jesús a veces dormitaba en sus acciones de gracias, pero le valía la intención). Rezar no es solo proceder a hacerlo; desear rezar, ya es rezar.
¿No está dicho en el Evangelio que de nada vale al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? Entonces, quien reza, se salva, quien no reza, se condena (San Alfonso María de Ligorio). Si supuestamente podemos conquistar el mundo para Dios ¿lo haremos a costa de irnos al infierno? Nunca.
Entonces, es pacífico que debemos rezar y que la oración es lo mejor que podemos hacer para alcanzar las metas que nos proponemos en nuestra vida cristiana.
Pero… parece que hay algo que es superior a la oración, ¡es la comunión, la recepción del Cuerpo de Cristo! San Pedro Julián Eymard, el santo de la Eucaristía, no piensa así: “Nunca abandones la oración, ha escrito, aun cuando fuera preciso abandonar para ello la penitencia, las obras de celo y hasta la misma Comunión. La oración es propia de todos los estados y todo lo santifica. ¡Cómo! ¿Dejar la Comunión, que nos da a Jesús, antes que la oración? ¡Sí!; porque sin la oración, ese Jesús que vas a recibir en la comunión es como un remedio cuya envoltura impide recibir sus saludables efectos”.
Es posible que para algunas almas eucarísticas esta afirmación sea una revelación y hasta pueda parecer provocativa. Pero es así. La teología, la lógica y hasta el sentido común nos permiten concluir, precisamente, lo mismo que el santo: sin la oración, la comunión no produce sus efectos salvíficos y, ¡peor!, hasta puede ser ocasión de comer la propia condenación (1 Cor. 11, 27-29).
Es por eso que en el marco de nuestras asociaciones eucarísticas o, sencillamente, a título personal, el culto que damos a la Eucaristía en la adoración, además de ser tan agradable a Dios, nos prepara de la mejor manera para ese momento privilegiado que es la comunión. Mirar, arrodillarse, sentarse o postrarse ante Jesús Hostia, acompañarle con los ojos de la fe, aunque sin fórmulas ni itinerarios previstos, es oración.
El demonio nada pretende impedir con más empeño que la oración, por más corta y rápida que sea. En general, concluimos obras arduas, aprendemos cosas difíciles, nos lanzamos en aventuras peligrosas a costa de sacrificios. Pero la constancia en la oración y en la adoración, deja mucho que desear en la generalidad de los católicos. Decimos “me ocuparé de eso después, más tarde, u otro día”. Y a veces la tibieza y el cansancio nos vencen y concluimos nuestro día… o nuestra vida, sin haber rezado nada o habiéndolo hecho muy mezquinamente.
Si ahincásemos en nuestra alma esta noción de la necesidad de rezar y procurásemos mover nuestra voluntad para orar más, adorando al Señor desde nuestra miseria, seríamos las personas más ricas y felices del mundo.
Además -y esto es lo más importante que se pueda decir sobre la oración- la oración es un don divino, es una gracia. No se trata de esfuerzos o de ingenios. Se trata de abrir el corazón a Dios para que Él haga en nosotros su obra y nos santifique, que nos haga personas orantes.
Hay que orar como Jesús y como María: “Hágase tu voluntad y no la mía” dijo Nuestro Salvador en el Monte de los Olivos (Lc. 22, 42). “Hágase en mi según tu Palabra” (Lc. 1, 38) declaró la Virgen al embajador Gabriel. Ahí está la oración perfecta: decir “fiat” con los labios o con el corazón.
Para orar se nos pide tener un poco perfil de estratega, ya que hay que ponerse cada uno en su lugar, poniendo a Dios en el suyo propio y, desde nuestra nada, reconocer la omnipotencia infinita de nuestro Padre y Señor.
¿Cuándo comprenderemos que todo edificio comienza a ser construido por los cimientos, y que cuanto mayor sea el proyecto, más se debe invertir en el fundamento?
La oración es el principio y fundamento de todo.
1 de junio de 2013.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP