La comunión sacramental
En la meditación del mes pasado, tratábamos de la excelencia de la comunión espiritual. Ahora meditaremos sobre la excelencia, todavía mayor, de la comunión sacramental.
¡Con que ilusión y fervor recibimos por primera vez la Eucaristía! Aquel día fue para todos inolvidable. Dicen que hasta Napoleón escribió en sus memorias que el día más feliz de su vida fue el día de su primera comunión. A pesar de que el personaje sea tan ajeno a las cosas de la Iglesia, podemos creerle: comulgar por primera vez es una cumbre en la vida de cualquier bautizado.
Lástima que en muchos de los que fueron niños y que comulgaron llenos de asombro sobrenatural, se opacó en su alma el brillo de ese acontecimiento, y al fervor primaveral sucedió la indiferencia y hasta el alejamiento de la religión. Lo que sucesivas comuniones hubieran preservado o restaurado, quedó tan solo como una reminiscencia nostálgica que apenas una fotografía o recordatorio evoca; el corazón está frio, duro y cerrado: Jesús ya no entra más.
¿Cómo pudo ser así, siendo la comunión algo tan formidable?
¿Cuáles son los efectos, tan benéficos en nuestras vidas, que nos trae la comunión sacramental? Los veremos resumidamente, porque el tema es de no acabar, y, además, se hunde en el misterio.
Comulgar es unirse de manera íntima con Jesucristo, como mayor no puede ser. Es como fundirse en Él. Al punto que, al comulgar, nos divinizamos, nos transformamos en dioses. Ni más, ni menos.
La comunión nos proporciona no solo la unión con Dios sino también con el prójimo, lo que es una consecuencia necesaria. Porque es inconcebible que nuestro Hermano mayor venga a nuestro pecho sin convocar al compromiso y al amor a los demás miembros de la familia.
La comunión nos da fortaleza para enfrentar las dificultades que nunca faltan y es remedio, medicina muy eficaz, a todos nuestros males y enfermedades.
La comunión nos limpia de nuestras faltas veniales e imperfecciones y contribuye poderosamente a impedir de caer nuevamente en ellas, tal es la fuerza de su imantación. La comunión nos hace felices, porque al darse Dios a nosotros de una forma tan plena, nos da la reunión de las más preciosas gracias… de todas las gracias, pues estamos recibiendo al autor de la gracia.
La comunión nos dispone a una buena muerte y es, por fin, semilla de resurrección y de vida eterna.
Si soy adorador, ese culto me debe impulsar a recibir a Jesús y a hacerlo mio. En la custodia, cuando el Señor está expuesto ante unas personas o una comunidad, todos le reconocemos y le adoramos, pero a distancia, aunque estemos sometidos a una fuerza de atracción sobrenatural casi irresistible. Pero cuando entra en mí y lo poseo, se acabó la separación y hasta la misma cercanía: es el momento de la unificación, de la comunión.
Qué noble es conocer a Dios mediante el estudio y la reflexión, ejercitando la inteligencia. Qué privilegio sería escuchar su voz, si Él se dignase hablarme en una hipotética aparición y, más aún, que privilegio llegar verlo con los propios ojos. Qué asombro sentir su proximidad, como Abraham a la vista de la zarza ardiente. Pero… ¿Comerlo? ¿Comer a Dios?
Sí, comulgar es como comer a Dios, solo que al recibirlo no lo rebajo hasta mi miseria sino que me elevo hasta su divinidad; desaparezco en Él como una gota de agua se deshace en el océano.
El sabor y la virtud tonificante de un buen plato, penetra mucho más en nuestro ser que la constatación de una imagen que vemos, de un sonido que escuchamos o de una aroma que olemos. Todo eso nos roza por fuera, accidentalmente lo poseemos y solo por unos instantes, sin que substancialmente nada se modifique en nuestro ser íntimo. En cambio, la comunión es una verdadera conmoción, casi se diría una revolución, si el término no fuese peligroso y pareciera irreverente o peyorativo.
Entretanto, comulgar no es estrictamente lo mismo que comer; es muy diferente de ingerir un alimento. A cualquier cosa que como la adhiero a mi organismo y pasa a ser parte de mí ser, se confunde conmigo. Pero al recibir la hostia consagrada, no soy yo el que adhiero Cristo a mí, sino que es Él el que me asume. Y así se puede dar plenamente lo que San Pablo proclama en su epístola: “Vivo yo, pero no soy yo quien vive: es Cristo que vive en mi” (Gal. 2, 20)
Al comulgar me divinizo, al pie de la letra. ¿Llego a medir el tamaño formidable de la operación que se realiza cuando digo “amen” y comulgo?
Que María, que fue tabernáculo del Señor durante nueve meses, me ayude a comprender este misterio de mi propia deificación.
Noviembre de 2012.- Asunción, Paraguay
P. Rafael Ibarguren EP