Anonimato versus comunión
En su homilía durante la Misa del Corpus Domini del pasado mes de junio, el Papa Francisco exhortó a los numerosos fieles presentes en la explanada de San Juan de Letrán y a los millones que siguieron su intervención por radio y TV, a pasar, mediante la celebración eucarística, “de ser una multitud a ser una comunidad, del anonimato a la comunión”.
Esta focalización del efecto del misterio eucarístico en las personas es una admirable verdad cristiana de altísimo valor, tanto en su dimensión teológica como por su oportunidad pedagógica de hondo sentido pastoral.
“La Eucaristía, como sacramento del cuerpo y la sangre personal de Cristo, forma la Iglesia, que es el cuerpo social de Cristo en la unidad de todos los miembros de la comunidad eclesial”, (Juan Pablo II, Audiencia General, Miércoles 20 de noviembre de 1991).
Los bautizados somos Iglesia, es decir, miembros de un cuerpo cuya cabeza es Cristo. La Eucaristía es el cuerpo real de Cristo en su sentido más inmediato, mientras que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo o, como diría San Agustín, el “Cristo Total”: cabeza y miembros.
En un cuerpo saludable y bien constituido, es inconcebible que un miembro desprecie o se vuelva contra otro. Lo mismo sucede en la Iglesia: cada individuo debe ser solidario con los demás, encontrando en las diferencias personales y en los diversos carismas que son dados, una complementariedad que es lo que hace la riqueza de la Iglesia. Con el genio que le es propio, San Pablo nos explica esto en varias de sus epístolas, especialmente en 1 Corintios, capítulo 12.
Por otro lado, al alimentarse del mismo Pan, los diversos miembros afianzan la solidaridad mutua y constituyen un cuerpo robusto, unido y sano. Entonces, se da entre los católicos una unión fundamental, tanto por su propia constitución orgánica fruto de la misma fe recibida en el bautismo, cuanto por la forma homogénea que nos da ese alimento vital que es la Eucaristía.
Como se sabe, en la plegaria Eucarística n° II de la Misa se invoca al Espíritu Santo para que “congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo” ¿Cómo va a ser posible celebrar a Cristo distantes o, peor, divididos? ¿Y cuál es el sentido de la oración del Padre Nuestro, sino el de unirnos para agradar al Padre y formular las súplicas en común?: “venga a nosotros tu reino, danos hoy nuestro pan, perdona nuestras ofensas, no nos dejes caer, líbranos del mal”. Jesús no nos enseñó una oración mezquina: Padre mío, dadme el pan, no me dejes caer… etc. Si no hay unidad entre los que oran juntos y si se reza dejando de lado al prójimo, no hay verdadera oración.
En la encíclica Ecclesia de Eucharistia, el beato Juan Pablo II enseña: “Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la Eucaristía realiza mediante el sacrificio y la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor, exige inderogablemente la completa comunión en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del gobierno eclesiástico, no es posible concelebrar la misma liturgia eucarística hasta que no se restablezca la integridad de dichos vínculos. Una concelebración sin estas condiciones no sería un medio válido, y podría revelarse más bien un obstáculo a la consecución de la plena comunión, encubriendo el sentido de la distancia que queda hasta llegar a la meta e introduciendo o respaldando ambigüedades sobre una u otra verdad de fe” (n. 42).
Quién ora al Padre debe hacerlo en la verdad, sabiéndose hijo y hermano; nunca considerándose parte de una masa de anónimos.
Cuando vemos las cantidades formidables de personas que se congregan en las Jornadas Mundiales de la Juventud o en las audiencias generales de Francisco; cuando participamos de asambleas numerosas o cuando recibimos un baño de multitudes en santuarios marianos, debemos sabernos parte activa del cuerpo de la Iglesia que nos considera desde nuestra individualidad y no como un trozo amorfo de un montón impersonal. A la Iglesia aportamos libremente nuestros talentos y originalidades que, enriquecidos por la comunión de los santos, se transforma en ofrenda armoniosa a Dios.
Pero también, cuando estamos solitos ante el Santísimo, en el silencio de nuestro compromiso de adorador… en realidad no estamos solos. Somos parte de una enorme comunidad orante. Y al comulgar, esa comunión latente que ya existe con los demás, pasa a ser, además, fusión con Dios, pues acogiendo a Jesús en mi morada, me divinizo.
¡Que noble y trascendente es ser persona y comunidad al mismo tiempo!
En resumen: un adorador nunca está solo, no desaparece en la multitud, ni es un anónimo para Dios. ¡Un adorador es otro Cristo!
Agosto de 2013.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP