Ansias divinas versus fe apocada
“Con ansias he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc. 22,15). Con esas disposiciones -ardiente deseo y hasta desasosiego- el Señor se sienta a la mesa en la última cena con sus discípulos. Él tiene apuro en consumar la redención de los hombres; ha llegado su hora, tiene que darse.
Jesús se va entregar. Su entrega no es sólo a los verdugos para que lo hagan morir. Generalmente cuando se habla de entrega, se considera al manso cordero que es apresado y llevado sin resistencia a los inicuos tribunales que lo condenarán. Pero su entrega es también a la humanidad, a todos y a cada uno. A mí que escribo, a ti que lees.
Además de entregarse por mí, se entregó a mí, me fue dado. Entregándose en manos de los enemigos, el Señor me confisca. Entregándose a mí, se da como regalo inmerecido, don infinito, vida eterna.
Así fulgura la Eucaristía en la custodia. La hostia consagrada que se expone a la adoración, está realizando esa ansia de darse a los demás, mientras sabe que se arriesga al dolor de ser ignorado. El Señor experimenta el drama de los amates no correspondidos.
La Eucaristía es “Pan de vida” (Jn. 6, 35); he ahí una de las verdades más exponenciales y originales de nuestra fe. Hemos banalizado esa presencia divina al punto que, sin quererlo, claro, participamos en el dolor que le causa la soledad en que lo deja nuestra indiferencia. Dios está ahí, pero es como si no estuviera.
“En Dios vivimos, nos movemos y existimos” dijo San Pablo a los atenienses del areópago ¡es una afirmación fuerte y llena de consecuencias!… pero en la vida concreta, esta verdad no nos hace mucha mella y tendemos a independizarnos de Dios.
Por su parte, la liturgia exclama jubilosa “el cielo y la tierra están llenos de Tu gloria” (canto del Sanctus). Entretanto, la mayoría del tiempo el Señor la pasa olvidado y solo en su sacramento de amor, Su ansia no es valorada. Tremendo contrasentido: ¡la creación material exulta, y el Creador parece inexistente a las personas racionales hechas a su imagen y semejanza!
De los males que nos aquejan en nuestra Iglesia, quizás pocos sean tan clamorosos como la falta de consecuencia de los bautizados en relación al misterio eucarístico. Origen, corazón y meta de la vida cristiana, la Eucaristía no ocupa en nuestro horizonte cotidiano el lugar preeminente que le cabe. Si es verdad que se ven sagrarios abandonados y exposiciones sin adoradores, es igualmente seguro que nuestra creencia en la Eucaristía es demasiado apocada.
¿Con qué afán haríamos kilómetros y kilómetros para conocer a una persona famosa o ilustre? Más aún, ¿con que cuidado prepararíamos nuestra casa para recibir a un huésped importante que se digne venir a visitarnos? Tanto la educación como el interés nos moverían a impostarnos debidamente para beneficiarnos de esos encuentros que marcarán para siempre nuestras vidas.
Pero ese raciocinio tan lógico, no funciona en relación al Rey de reyes hecho Eucaristía. Aunque creamos en su presencia real, no le damos la importancia que tiene. Es la triste, evidente e irrefutable realidad.
Hoy corren aires renovadores en la Iglesia. Está más claro que nunca la necesidad de cambios y de conversión, tanto en los fieles como en algunas estructuras. A grande males, grandes remedios, sí. Pero, ¿cuál es mayor mal? Es la ingratitud con que nos cerramos al amor extremado de Dios, de ese amor que se materializa en el don de su Cuerpo y de su Sangre.
¿Y cuál es el gran remedio? Lo proclamó Pedro: “Adónde iremos si solo Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6, 68). Creemos y hasta nos encantamos con las escenas evangélicas; por ejemplo, con ésta que se acaba de referir. Pero, en la hora de poner en práctica nuestra creencia… el internet, el shopping o el gimnasio tienen prioridad sobre el altar o el sagrario donde está, entretanto, el remedio de todos los males. Es que, a decir verdad, creemos, pero… resulta que creemos poco. ¡Señor, aumenta nuestra fe!
Al iniciar un nuevo año, pidamos a Dios por medio de la Virgen María y hagamos el propósito de no dejar pasar ni un solo día sin haber adorado al Señor en su misterio eucarístico, aunque sea desde nuestra casa o lugar donde estemos, volando con el pensamiento y el corazón a algún sagrario cercano y haciendo una comunión espiritual, mientras aguardamos la próxima comunión sacramental, no sin antes pasar, si fuese necesario, por el sacramento del perdón.
Mejor que desear felicidad, salud, éxito, prosperidad y esas formalidades demasiado laicas tan en boga en las fiestas de fin de año, es proponerse aumentar la fe, la práctica de las buenas obras y ayudar a los demás a hacer lo mismo. ¡A doblar rodillas, a juntar manos y a estrecharlas después a los demás!
Enero del 2014.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP