Displicencia ante el Santísimo
La desafección creciente de muchos fieles a la práctica religiosa y, consecuentemente, al culto debido al Santísimo Sacramento, responde a circunstancias complejas. Sería mucho simplificar decir, sin más, que ese fenómeno es fruto de la cultura moderna o postmoderna.
Mucho más que un simple animal racional, el hombre es una creatura dotada de alma espiritual, creada a imagen y semejanza de Dios. Su dimensión espiritual pide, clama, por ser atendida y satisfecha. Así como el cuerpo para subsistir tiene que comer, dormir, etc., así también el alma precisa alimentarse para no atrofiarse. En una persona ordenada, su crecimiento natural se desarrolla armoniosamente, atendiendo al mismo tiempo a las necesidades del cuerpo y del alma.
Esto que resulta tan razonable, se impone al constatar que tenemos una inclinación innata a la felicidad, a la plenitud, a lo eterno. San Agustín, conocedor genial de las aspiraciones del alma humana, lo declara en sus Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”. Y antes, Tertuliano escribió que “el alma humana es naturalmente cristiana”. El catolicismo va al encuentro de los anhelos más medulares de las personas.
Así siendo, alguien que se confiese a-religioso o ateo, resulta en un verdadero contrasentido. No dar secuencia a los naturales apetitos del alma es violentarse interiormente y ser intelectualmente deshonesto. Es tener una conciencia fuera de sus ejes.
Es por eso que los que “profesan” la irreligión recurren a ideologías o a supuestos “valores” que en el fondo son intentos de justificar sus endebles posturas; porque el hombre es un monolito y no consigue subsistir permaneciendo en una estable y perpetua contradicción; precisa respaldar o excusar de alguna manera su creencia.
Pero el asunto que nos más nos interesa y nos interpela no es el de los ateos; es el drama de los católicos que no llegan hasta al extremo de renegar su fe, pero que no la viven y la van debilitando progresivamente hasta el punto de parecer inexistente o casi tanto.
¿Cómo pueden convivir en una misma persona que recita el Credo en la Misa dominical, su profesión de su fe y la indiferencia hacia la religión católica? Esta es una de las cuestiones más preocupantes y urgentes a resolver.
Lo que sucede es que, en ese mecanismo de explicar sus errores justificándolos con una doctrina, los individuos acaban sustituyendo al Dios con mayúscula por un dios con minúscula. Dan la espalda del Creador y se apegan a las creaturas… endiosándolas. Dinero, salud, tecnología, belleza física, prestigio, poder, placer, etc., son dioses sustitutos del único y verdadero Dios y Señor. El hombre contemporáneo opta por el servicio a un señor de pacotilla, y deja de lado al Señor de Señores.
La negación de Dios es en realidad una incongruencia que equivale a una burda sustitución. ¡No se puede profesar la inexistencia de algo que clama dentro de nosotros!
Un ejemplo. Por la gracia de Dios y el concurso de catequistas que un día nos explicaron el misterio eucarístico, pasamos a creer en la presencia real de Jesús en la hostia consagrada y comprendimos que se le debe tributar un culto de adoración; por otro lado, siempre nos hemos horrorizado con los sacrilegios hechos en contra de este admirable sacramento y llegamos a elogiar, y hasta admirar, a los adoradores que permanecen fieles a sus compromisos.
Pero en la vida de todos los días, estos sentimientos y convicciones de que estamos persuadidos, no son determinantes para motivar nuestro crecimiento espiritual plasmado en una conducta. ¿Por qué? Porque ya debemos estar practicando otra creencia diferente de la que hicimos profesión en el bautismo y en la confirmación: se ha sustituido al Dios de la revelación por un dios de conveniencia. Salvo una gracia fulminante -como esa que echó a San Pablo por tierra y lo elevó hasta el cielo- el dinamismo propio del mal nos podrá llevar hasta ser enemigos empedernidos de Dios.
Un proceso así comienza “suavecito”: No acudimos a Misa porque es, digamos, “aburrida”; después, decimos que no vamos a adorar al Señor en el sagrario por falta de tiempo; además la comunión nos resulta tediosa y la confesión fastidiosa… Si así es, ¿no nos estaremos forjando una religión en que la “misa” podrá ser cualquier vulgar farándula, el infaltable computador o la tablet el sustituto del sagrario, y el alcohol, el tabaco y hasta la misma droga, mi “sacramento”?
¡Huy! ¡Pero esta conclusión es excesiva!, dirá alguno por ahí. Pues la verdad es que mucho más excesiva es la inconsecuencia de los eternos sustituidores para los que el Santísimo pareciera no valer gran cosa…
Enero de 2015.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP