El Señor ha visitado a su pueblo.
En más de una ocasión hemos tratado en nuestras meditaciones sobre la triple dimensión del misterio eucarístico: presencia, sacrificio y alimento. Nunca será suficiente insistir en esto, pues cuanto más afiancemos en nuestro espíritu esta verdad, comprenderemos mejor y amaremos más al Santísimo Sacramento.
En la Eucaristía, el aspecto alimento se hace patente cuando recibimos la comunión; la calidad de sacrificio, aparece cuando celebramos la Santa Misa; y el lado de presencia, se evidencia al contemplar al Señor en la hostia consagrada, expuesta a los fieles para la adoración.
Pero, ¿Solo adoramos a la Eucaristía en el momento de la exposición? No; a bien decir, la adoramos siempre: cuando la celebramos en el altar, cuando recibimos el Pan de vida al comulgar, y cuando la Hostia consagrada fulgura en el ostensorio. Porque la presencia del Señor es permanente en su Sacramento.
Por eso, es contrario a la fe -como profesan ciertas corrientes progresistas de nuestra iglesia- que Cristo está presente en la Eucaristía apenas cuando la asamblea lo celebra, o que el Santísimo Sacramento solo tiene sentido cuando es recibido por los fieles, ya que fue instituido para ser comido. Acaso la presencia de Cristo ¿no continúa mientras subsistan las especies eucarísticas?
La presencia real hace que el culto de adoración sea siempre apropiado y exigido. Por eso, el aspecto de presencia es anterior al sacrificial y al de banquete. El sacrificio ¿no implica una presencia que se inmola? y el alimento ¿no supone una presencia que se ingiere? Jesús no dijo “tomad y comed mi cuerpo”. Dijo, en cambio, “Tomad y comed, éste es mi cuerpo” (Mt. 26, 26). Primero instituye su presencia para que pueda después ser comida.
Es que hay un dato fundamental en la historia de la salvación: el Señor visitó a su pueblo e hizo una alianza con él. “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto”, cantó Zacarías (Lc. 1, 78). Y Jesús, al llorar la infidelidad de Jerusalén y anteviendo su próxima ruina, exclamó: “Te arrasarán junto con tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios” (Lc. 19, 44). De hecho, nuestra historia de fe comienza con la visita de Dios a Abraham que narra el Génesis, y se decide a partir de la apremiante invitación que el Resucitado hace en el Apocalipsis: “He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap. 3, 20).
La Iglesia Católica es la religión de la alianza, del encuentro, de la presencia. Dios nos habla y, además, se hace carne y acampa entre nosotros. Al visitarnos, Él va más allá de establecerse como huésped: difunde su presencia sacramental por todas partes y llega hasta a hacerse alimento.
¿Puede haber una relación más entrañable entre un Dios que se humaniza y permanece con nosotros, multiplicándose prodigiosamente, y el hombre que, aunque reo de muerte por su culpa, es deificado con la Eucaristía que está siempre a su alcance?
El protocolo convencional en todas las culturas manda que cuando una persona ha sido beneficiada con una visita, tiene que retribuir devolviéndola a quién la hizo. Ese es el sentido de las visitas al Santísimo Sacramento.
El cumplimiento del precepto dominical puede ser visto como una respuesta a la visita redentora de Cristo; en el día del Señor, vamos a devolverle la visita. Y si el reconocimiento quiere ser más caluroso y efusivo, podremos ir a la Eucaristía durante la semana, por ejemplo los días jueves en que se conmemora su institución.
Pero si, por una gracia de Dios, el fiel participa íntimamente de las ansias divinas de compartir la compañía con los hermanos (“He deseado ardientemente comer esta pascua con ustedes” Lc. 22, 15), la presencia real del Señor le atraerá también fuera de los horarios de la celebración de la Misa, ya que la reserva en el tabernáculo (el “Jesús escondido”, como la llamaba la beata Jacinta de Fátima) tiene una conexión vital con el altar y con la mesa.
La existencia sacramental de Cristo en la Eucaristía es su misma presencia real, gloriosa, misteriosa. Ante ella acudimos y nos rendimos, repitiendo con fe y humildad, lo que exclamó aquel padre del muchacho del Evangelio: “Creo, Señor, pero ayuda a mi incredulidad” (Mc. 9, 24).
Septiembre de 2014.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP