El triunfo de la Eucaristía
La Iglesia, cuerpo místico de Cristo formado por el pueblo de Dios, es una realidad viva, “sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada” (Efesios 5, 27), y eso, a pesar de los defectos que tenemos sus miembros.
Animada por el Espíritu Santo, atraviesa los siglos en permanente regeneración. Nada es más contrario a la verdad que imaginarla como una especie de paraíso ideal, compuesto por seres impecables ajenos a la cotidianeidad del mundo, o, entonces, como un museo lleno de venerables -o despreciables…- piezas de colección que serían sus dogmas y ritos. Son dos ideas corrientes y erradas que sus enemigos y sus hijos tibios, suelen tener de la Iglesia.
Hay también otro error o mala percepción de la Iglesia: pensar que el modelo definitivo y acabado a imitar es el de los Hechos de los Apóstoles, y que habría que rehacer la Iglesia tal cual como se vivía en esas primeras comunidades. Dicho así, es una simplificación irrealizable. ¿Recuperar su espíritu primigenio? de acuerdo; pero conservando aquello que la ha ido enriqueciendo a lo largo del tiempo, tanto en su enseñanza como en sus ritos. Es que al ser un organismo vivo, la Iglesia produce vida y está en permanente crecimiento, al igual que su Divino Esposo del que nos dice el evangelista que “crecía en sabiduría, en estatura y en gracia, ante Dios y ante los hombres” (Lc. 2, 52)
Ese crecimiento lo podemos percibir claramente en lo que se refiere al culto eucarístico. Hagamos una muy breve reseña de su desarrollo en el tiempo.
En los primeros diez siglos, los fieles siempre se congregaban para la fracción del pan eucarístico, la Misa, y prácticamente solo se adoraba públicamente al Señor sacramentado durante el momento de la celebración. Acabada la Misa, quedaba la reserva del Santísimo para darlo a los ausentes y a los enfermos.
Pero en el segundo milenio, los homenajes dados a la Eucaristía fueron desarrollándose gradualmente. Hablamos, claro está, de la Iglesia en Occidente, de nuestro rito latino.
En el siglo XI, progresivamente, se transfiere la reserva del Santísimo Sacramento de las sacristías a los templos. En el siglo XII aparece la elevación en la celebración de la Misa: se muestra la Hostia para que los fieles la adoren, con lo que sacian su deseo de ver y de participar mejor en el culto. Ya en el siglo XIII comienzan las procesiones públicas con el Santísimo y se establece en los calendarios litúrgicos la fiesta del Corpus Christi.
En el siglo XIV en ciertos lugares de Europa empieza a ponerse la Hostia en el ostensorio para pueda ser vista y adorada fuera de la Misa. En el Siglo XV surge la celebración de las Cuarenta Horas, en recuerdo del tiempo pasado por el Señor en el sepulcro, para ser realizadas en diversas ocasiones de necesidad o acción de gracias. Es durante la era llamada del “renacimiento” que el tabernáculo se ubica sobre el altar mayor, quedando así en el centro de las atenciones.
Toda esta exaltación de la Eucaristía, va acompañada con un sólido desarrollo doctrinal, dentro del cual la teología de Santo Tomás de Aquino y los documentos del Concilio de Trento tienen un papel saliente. En España, el culto público al Santísimo toma nuevo vigor a partir de las iniciativas de Teresa Enríquez, la “Loca del Sacramento”, que hacen multiplicar las cofradías de adoración.
Ya en las eras moderna y contemporánea, se difunde la práctica de las visitas regulares al Santísimo por el impulso dado por San Alfonso María de Ligorio. En el siglo XIX surge en Francia la figura profética de San Pedro Julián Eymard que está en el origen de la adoración eucarística con exposición y bendición solemne, una práctica que fue siendo adoptada por todas las parroquias, congregaciones y movimientos. También tienen inicio los Congresos Eucarísticos Internacionales que a lo largo del siglo XX tomarán gran relevancia en la vida de la Iglesia.
A inicios del siglo XX, el Papa San Pío X publica importantes documentos que abrieron las puertas para la comunión frecuente y cotidiana, y para la comunión precoz de los niños, dos novedades que tanto contribuyen al bien de la comunidad cristiana en particular, y de la sociedad en general. Y durante el largo pontificado del beato Juan Pablo II, ve la luz la Encíclica Ecclesia de Eucharistia que pone nítidamente al Sacramento del Altar en el origen, corazón y meta de la vida de la Iglesia. También, en el Código de Derecho Canónico promulgado en 1983, se permite a los fieles la posibilidad de comulgar dos veces al día, siempre que la segunda comunión se reciba participando de una Misa (Canon 917) ¡Cuándo se piensa que no mucho tiempo atrás se accedía a la comunión de vez en cuando, solo con autorización del confesor, y que algunas categorías, como los comerciantes o las personas casadas, raramente podían comulgar!
A decir verdad, sería interminable referir aquí todas las manifestaciones del crecimiento de la presencia de la Eucaristía en la vida de la Iglesia. Pero este breve enunciado, nos servirá para ver cómo es ella: una Madre generosa, que crece en dadivosidad para con sus hijos a los que alimenta con el Divino Manjar.
¿Qué nos reservará el siglo XXI como nueva riqueza en relación a la Eucaristía?
Marzo de 2014.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP