Eucaristía y misión
¡Cuántas veces el Papa Francisco nos ha dicho que hay que salir de los templos y de las sacristías e ir al encuentro de la gente alejada para llevarle la buena nueva del Evangelio! Animarse a salir, ir lejos, bien lejos, hasta las llamadas periferias existenciales, aunque los riesgos asechen. Es preferible una Iglesia que se hiere en un accidente, que una Iglesia instalada y enferma, ha dicho también Francisco.
Por su parte, Benedicto XVI tiene numerosas declaraciones sobre la dinámica misionera en los días actuales. Por ejemplo esta: “Debemos vencer la tentación de limitarnos a lo que ya tenemos, o creemos tener, como propio y seguro: sería una muerte anunciada, por lo que se refiere a la presencia de la Iglesia en el mundo, que por otra parte, no puede dejar de ser misionera por el dinamismo difusivo del Espíritu. Desde sus orígenes, el pueblo cristiano ha percibido claramente la importancia de comunicar la Buena Noticia de Jesús a cuantos todavía no lo conocen. En estos últimos años, ha cambiado el panorama antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad (…)” 15/05/10, en Porto, Portugal.
Su antecesor San Juan Pablo II, yendo en la misma dirección, hizo referencia en diversas ocasiones al mandato evangélico de “remar mar adentro” para significar la necesidad que tienen los católicos de hacer apostolado. Se debe salir de la orilla cómoda y adentrarse valientemente en alta mar, en la tarea misionera de ser pescadores de hombres. ¡Duc in altum! Es inconcebible un pescador medroso en su metier a bordo, como no es ejemplo para nadie un cristiano aguado que no se expone al riesgo.
Hace cincuenta años atrás, el decreto Ad Gentes del Concilio Vaticano II ahondaba en igual sentido, poniendo al apóstol Pablo como paradigma de misionero que deja su tierra y sale al encuentro de los gentiles. Cuando se dice “el Apóstol” sin mayor aclaración, se trata indudablemente de San Pablo que, aunque no hizo parte de los doce, trabajó por la difusión del Evangelio más que los otros sumados, con todo el bagaje de sus cárceles, cadenas, azotes, tentaciones, naufragios, destierros, etc. San Pablo vivió herido, no enfermo.
A la misión hay que verla como un compromiso y exigencia del sacramento del bautismo. Porque vivir la fe es testimoniarla y, por consiguiente, difundirla. Lo que se recibe gratuitamente, debe darse también gratuitamente. Esa obligación podrá ser realizada indistintamente en aventuradas expediciones, o en la cotidianeidad de la vida de todos los días, ya que en el mundo globalizado en que nos toca vivir, no vale tanto esa distinción nítida entre una cosa y otra, entre salir y quedarse.
La opción no es escoger embarcarse rumbo a un país lejano o elegir permanecer en su casa, con los suyos. Gracias a las nuevas tecnologías, desde mi residencia puedo relacionarme en un instante con gente del mundo entero. Y estando en desplazamientos, puedo vivir ensimismado y totalmente desentendido de las necesidades de los demás, también gracias (o por culpa…) de las nuevas tecnologías. La exigencia de ser misionero es para todos, en todo tiempo y en todo lugar. Pero es una exigencia personal y racional, no de autómata.
Ahora, antes de ser misionero debo ser discípulo. ¿Qué va a ser de mi mensaje si no lo tengo asumido con la mente y el corazón? Primero hay que llenarse de Dios para después, como de un vaso que transborda, darlo a los demás, ya que nadie da lo que no tiene. Es evidente.
Y llegamos a nuestro tema: Nada como la Eucaristía para llenarse de Dios. Esto vale eminentemente para el momento de la comunión sacramental por la que no solo me lleno de Dios sino que, aún más, me deifico, Dios me asimila a Sí. Vale igualmente para la comunión espiritual, donde sucede algo diferente pero no menos real. Cosa análoga pasa, por su vez, con la adoración eucarística, ese tiempo precioso que paso en vela ante la presencia real del Señor. Vale para la Misa dominical, una obligación impostergable que es, además, una necesidad. Son momentos en que uno es elevado bien junto de ese Dios que se rebajó tanto, llegando a hacerse hombre como nosotros y ¡a hacerse alimento!
Entonces, seré un buen misionero si soy asiduo a la adoración y a la comunión, aunque tenga mis heridas y hasta enfermedades. Si no cuento con la Eucaristía en mi propósito misionero, cuando mucho podré ser un buen “comunicador”, más o menos como un locutor radial o presentador de TV, que no es más que un tercero en relación al mensaje que transmite. La Iglesia quiere que, al asumir la misión, yo pase a ser otro Cristo y vaya a sanar las heridas de los demás, con manos de misericordia, como Él lo hizo. La imantación de esa misericordia curativa parte del Médico divino desde la Eucaristía, fármaco de inmortalidad!
Eucaristía y misión son dos realidades inseparables. Lo subraya el apóstol san Pablo con toda claridad en esta sentencia que recoge la liturgia de la Misa: “Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1 Co 11,26).
Es del Pan de Vida que parte la fuerza para la misión ¿Acaso no fue desde el Cenáculo, el lugar dónde se instituyó la Eucaristía y se derramó el Espíritu Santo, que los discípulos salieron a evangelizar al mundo entero?
Julio de 2014.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP