Los “Siete misterios del Santísimo”
En la historia de la salvación hay etapas –verdaderos sucesos- que marcan a fondo la alianza de Dios con los hombres. Son marcos importantes como, por ejemplo, el diluvio y el arco iris que le sucedió; la vocación de Abraham, nuestro padre en la fe; la salida de Egipto y el cruce del mar rojo; la ley dada a Moisés en el Monte Sinaí, y así, otros acontecimientos. El auge de esos signos es la Encarnación del Hijo de Dios en las entrañas purísimas de la Virgen María y su consecuente vida, pasión y triunfo. La culminación de ellos se dará al fin del mundo, cuando se cierre la historia y Cristo venga nuevamente para recapitular todas las cosas y entregarlas al Padre.
En la vida mortal de Jesús también observamos momentos emblemáticos en que se revela su vocación mesiánica y redentora. Justamente los misterios del santo Rosario nos ilustran magníficamente sobre ese itinerario providencial hecho de gozos, luces, dolor y gloria. Ahí están las veinte decenas de la consagrada oración mariana.
En el misterio Eucarístico encontramos igualmente etapas o estados. No son propiamente cronológicos como los misterios del Rosario o los episodios de la historia sagrada, aunque su sucesión siga una lógica misteriosa. El Padre oratoriano inglés Frederick W. Faber, conocido por la calidad de sus escritos espirituales, en su obra “El Santísimo Sacramento” enumera lo que él llama los siete misterios del Santísimo. Es una bella secuencia, propia a hacer vibrar los corazones ávidos del Pan de los Ángeles: la Misa, la comunión, la bendición, el tabernáculo, la exposición, la procesión y el viático.
Es, sucesivamente, la Hostia Santa que se transubstancia, que se da después en alimento vivificador, que se prodiga en favores sobre los fieles, que se esconde para esperar que se le haga compañía, que se sienta en un trono de majestad desde donde fulgura, que se pone a desfilar a la luz del día por los caminos de la vida al son de los cánticos y plegarias y que se abaja hasta el lecho del dolor del moribundo para venir a buscarle.
¡Cuánta evocación en estas diversas situaciones tan variadas y, entretanto, tan afines! Son los siete misterios del Santísimo…
Es que la Eucaristía no es un accidente en la vida de la Iglesia: ¡es la obra prima de Dios y la reina de las devociones! En efecto, la fuerza de la Eucaristía, cual singular imán, se hace sentir de diversas maneras en esos momentos, no solo beneficiando a los fieles, sino hasta llegando a tocar almas que pueden haber renegado explícitamente de la fe.
¿Quién no fue testigo a lo largo de su vida de alguna ocasión en que los efectos de una liturgia esplendorosa, el silencio discreto -y cuán locuaz- de un sagrario solitario o la marcha triunfal de una procesión del Corpus, no hayan cautivado y atraído a algún corazón de piedra que, por la fuerza de la presencia real, se reencuentra con Dios? ¡Si hasta Napoleón Bonaparte, nada sospechoso de poseer la más leve sombra de piedad eucarística, escribió en sus memorias que el día de su primera comunión fue el más feliz de su vida!
Ante la prodigalidad de Jesús en su Sacramento de amor, manifestándose a las gentes en tan diversas situaciones, uno se pregunta ¿qué más podría haber ideado para llegar hasta nosotros y calar tan entrañablemente en nuestra vida? Realmente, no es imaginable alguna otra manifestación posible de su presencia.
Por eso, los que hemos recibido el don maravilloso de la vida sobrenatural en el bautismo y hemos seguido el itinerario de iniciación cristiana que tiene su culmen en la Eucaristía, deberíamos detenernos ante estos siete misterios del Santísimo y degustar el encanto de cada uno, ya sea que estemos meditándolos en la soledad de nuestra habitación o que nos veamos de repente sumergidos en el ambiente de la celebración de alguno de ellos.
Todo comienza en el altar cuando se inmola la víctima agradable al Padre. Luego llega la hora del convite a la mesa donde se degusta el banquete, y así, pasando por sucesivas manifestaciones, nos deparamos con al santo Viático, remedio vital que se nos da en la hora extrema.
A la vista de tanta bondad, no queda sino reconocer la porfía divina en prodigarnos beneficios sobre beneficios, por los cuales debemos eterna gratitud a Dios; ¡tanto bien se nos otorga gratuitamente, a pesar de nuestra acostumbrada indiferencia y, a veces, de nuestra resistencia!
Sí, resistencia; porque tenemos tiempo para ir al cine, al gimnasio o quién sabe qué lugar para rendir culto a Bíos o a Mamón, pero poco o nada dedicamos a la procura de estos benditos siete misterios, que siempre están a nuestro alcance y, a veces, a dos pasos de la residencia o del trabajo.
Noviembre de 2013.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP