¡Portentoso intercambio!
“Dios nuestro, que de modo admirable creaste al hombre a tu imagen y semejanza, y de modo más admirable lo elevaste con el nacimiento de tu Hijo, concédenos participar de la vida divina de aquél que ha querido participar de nuestra humanidad”.
Así reza la oración colecta de la Misa del día de Navidad. Pocas oraciones de la liturgia van tan directo a la médula de la fe y de la vida cristiana cuanto esta. Dicha oración celebra de inmensa dignidad de la naturaleza humana y apunta para su ideal definitivo: nuestra divinización.
Los tiempos litúrgicos de Adviento y de Navidad son una invitación que la Iglesia nos hace regularmente de volver a lo esencial, recomenzando el itinerario nunca acabado de la santificación.
Esperando al Divino Niño (Adviento) o contemplándolo en el pesebre o en los brazos de María (Navidad), nos viene al espíritu la sentencia de Jesús a sus apóstoles: “Si no os hacéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos”. Para nacer de nuevo y hacerse como niño no hay que entrar otra vez en el vientre de la madre -como pensó ingenuamente Nicodemo- sino que hay que practicar la humildad, la sencillez, el abandono. Dejar pretensiones, complicaciones y boatos, y sincerarse desde nuestra miseria ante la majestad todopoderosa de Dios.
Pero no es menos cierto que para entrar en el reino de los cielos, además de hacernos como niños, tenemos que hacernos como dioses. Sí, ¡como dioses! con todo lo que de osado comporta esta expresión que puede chocar a primera vista. En realidad, es algo que el Señor también nos lo dice expresamente en su Evangelio: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”. Tener la vida eterna es tener la vida de Dios; es, como enseña San Pablo, no vivir en sí sino vivir en Cristo.
Probablemente nunca terminaremos de entender, aquí en la tierra, esta maravillosa realidad por la razón de que se trata de un misterio inefable. En la gloria ya será diferente, pues en la visión de Dios veremos y comprenderemos el sentido profundo de todas las cosas.
Así, adorando y comulgando, nos divinizamos y obtenemos el “visado” para entrar en el cielo.
La Navidad y la Eucaristía tienen una íntima relación; veamos: en el Pan consagrado adoramos al verdadero cuerpo de Cristo nacido de María en Belén. Ahora, resulta que Belén es un nombre propio femenino de origen hebreo –בית לחם (Bet léhem)- que significa Casa del pan. Y Jesús es Pan de Vida. Por otro lado, el lugar donde fue puesto el recién nacido es un pesebre, objeto donde comen los animales. Y Jesús en la Eucaristía se da en alimento. ¿No son altamente simbólicos ese nombre y ese objeto, íconos al misterio navideño?
Los ángeles, los pastores y los reyes se asociaron al júbilo universal por el nacimiento de Jesús y hacen parte de la imaginería que compone el Nacimiento en nuestras iglesias y hogares. También junto al Santísimo, se dan cita los coros angélicos para adorarle, como lo hacen los humildes y los potentados de la tierra. Todos los hombres de buena voluntad son invitados a recibir los dones de la Redención y de la Eucaristía, prendas de eternidad.
Hay también otras analogías que podemos evocar, ayer en Belén y hoy en cualquier Sagrario o “Casa del Pan”. Pensemos en la furia de Herodes que provocó la matanza de los Santos Inocentes; esa furia ¿no es afín con las bárbaras profanaciones de la Eucaristía y los robos sacrílegos de tabernáculos y de vasos sagrados? solo en Argentina, y en el espacio de los últimos dos meses, hubo por lo menos seis horribles profanaciones en templos católicos. En aquel país sudamericano se habla de “cristianofobia”. Si hoy día, ¡hasta hay traficantes de hostias consagradas! Esa furia ¿no participa del mismo odio herodiano de hace dos mil años?
Pero es también el mismo amor hacia los hombres ingratos que muestra el Señor en el establo y desde el sagrario. Siempre los espera y, si se arrepienten como conviene, los perdona. Reclinado sobre la paja, el Niño abre amorosamente los brazos para acoger, gesto que evoca su postura en la cruz. Y en el Cenáculo, dándose en alimento, Jesús ya contempla los sacrilegios, los abandonos y las indiferencias. Pero nada impide su plan salvador y dice resueltamente “hágase”.
¡Qué admirable intercambio: Dios inventa hacerse hombre para que el hombre se haga Dios! Así fue hace dos mil años y así es todos los días en que reconozco su presencia real, la adoro y me alimento de ella. El Niño que abre proféticamente sus bracitos en la gruta de Belén, renueva cotidianamente el memorial de su pasión en la Misa. Vino al mundo hace dos mil años y baja a los altares a todo momento para vivificarnos.
Diciembre de 2013.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP