La cita con el Resucitado

La cita con el Resucitado

El domingo de Pascua, bien de mañanita, las piadosas mujeres van a la tumba de Jesús para ungir su cuerpo con perfumes… y no lo encuentran. “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5-6). En realidad, a pesar de su inmenso amor y solicitud, la fe de ellas era escasa: buscaban al Maestro muerto. Y al constatar que no estaba, concluyen: “han robado el cuerpo del Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20, 1.2). La hipótesis de la resurrección, anunciada reiteradas veces por el mismo Jesús, no estaba en sus cálculos.

Pocas horas después, se desarrolla otra escena donde también se patentiza la poca fe de los seguidores de Jesús. Sucede en el camino de Jerusalén a Emaús (Lc 24, 13-35); es el mismo Señor resucitado que sale al encuentro de dos discípulos incrédulos que han visto todas sus esperanzas derrumbadas y que vuelven desanimados a sus banales quehaceres de antes. Después de un singular proceso de crecimiento espiritual propiciado por el Divino pedagogo, terminan reconociéndolo en el momento de partir el pan.

Aquellas van en busca de un Jesús exánime, y estos vienen huyendo de un Mesías fracasado. ¡Es que desconocen la vitalidad gloriosa de Jesús… que terminará por manifestárseles!

Ya antes, en Cafarnaún, al serles revelado a los discípulos que el Señor daría su cuerpo y su sangre en alimento, se chocan: ¿cómo podrá darnos a comer su carne? “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso? (Jn 6, 60). Piensan en carne y sangre de víctimas inmoladas, de cuerpos muertos. No atinan para lo que sea el Pan vivo bajado del cielo para dar vida eterna.

La vida plena y glorificada de Cristo resucitado no cabe en almas incrédulas o de poca fe.

Es precisamente en la Sagrada Eucaristía donde se reconoce y se adora al Dios vivo y verdadero. Pero para confesar este portento hay que tener fe, ya que se trata de una revelación divina que solo se acoge desde la fe. Racionalizar el misterio eucarístico es un contrasentido. Hay que contar con el don de la fe para creer y ahondar en la bienhechora presencia de un Dios hecho hombre, oculto bajo las apariencias del pan.

Hay muchas formas de presencias de Dios; ¡Él está en todo lugar! Pero una cosa es estar y otra cosa es ser. En la hostia consagrada no es que está Dios: la Eucaristía es Dios. Por eso, la expresión demasiado corriente de un “Dios hecho pan” se puede prestar a equívocos; lo correcto sería sencillamente cambiar los términos y decir: “pan hecho Dios”, ya que por las palabras de la consagración, la substancia de pan desaparece y es remplazada por la substancia del cuerpo de Cristo, realidad viva.

La Eucaristía es, pues, el momento privilegiado y único para encontrarnos con el Resucitado.

No sin razón el llamado Día del Señor es el día de la resurrección. La obligación de santificar ese día con la participación en la Misa (que es el memorial de su pasión) es el domingo y no el viernes, día en el que Cristo murió en la cruz. La Misa de obligación es el primer día de la semana porque celebramos a un Dios vivo.

San Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de Eucharistia, numeral 14, nos dice: “El sacrificio eucarístico no solo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía “pan de vida” (Jn 6, 35-48), “pan vivo” (Jn 6, 51)”.

El prototipo de la cita dominical que tenemos en nuestra Iglesia, es el encuentro de los apóstoles con Nuestro Señor en el cenáculo. Y si es cierto que la Iglesia vive de la Eucaristía –como nos enseñó el amado Pontífice en su citada encíclica- no es menos seguro que un hito determinante en el comienzo de la gesta evangelizadora de la Iglesia fue la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés ocurrida en el mismo cenáculo; saliendo de él, San Pedro alzó la voz y dijo “Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte, porque no era posible de que ésta lo retuviera bajo su dominio” (Hechos, 2, 24).

Nuestro domingo es una Pascua semanal y, de cierta manera, un pequeño Pentecostés, día de gozo y de gracia. ¡Qué lástima es que tantos católicos descuidan el cumplimiento del compromiso dominical! Poco instruidos, muchos piensan que eso de ir a Misa es tan solo una penosa obligación, casi una imposición o hasta una penitencia. En realidad en un festejo formidable del misterio Pascual, corazón de nuestra fe, con el cual iniciamos la semana a la luz de la Eucaristía, presencia gloriosa del Señor.

Veamos: una persona que no tenga un nivel cultural pasable, jamás apreciará un cuadro de algún pintor famoso: el pobre no está capacitado para valorar una obra de arte. Pues para un bautizado que no sepa o que no crea que en el sagrario y en el altar está Jesús vivo, resucitado y triunfante, su cita en la Eucaristía dominical será más o menos como para un hombre inculto pasar al lado de Tizianos, Caravaggios o Van Dicks. Le da igual. O, peor, le aburre.

¿Vale o no vale la pena saber a qué me dispongo cuando voy a Misa? ¿Vale o no vale la pena cumplir con mi compromiso dominical? Claro que sí, porque la Eucaristía es el Resucitado que viene a mi encuentro para hacerme compañía, animarme, instruirme, alimentarme y ponerme en misión. Como sucedió en el camino de Emaús.

Abril de 2015.- Asunción

P. Rafael Ibarguren EP