Águilas o buitres.
Propongo para la meditación de este mes la reflexión que hice al concluir el ejercicio de las Cuarenta Horas de Adoración que se realizó en la capilla de los Heraldos del Evangelio en Asunción, Paraguay, el pasado viernes 11 de noviembre. Providencialmente, en el Evangelio del 1er domingo de Adviento la temática abordada es afín a la de aquel día. De ahí su oportunidad.
Hacia el fin del año litúrgico, y en vistas a la preparación para el Adviento, los Evangelios de las Misas feriales y dominicales nos hablan con insistencia de la segunda venida de Cristo y de los fines últimos del hombre. Es lo que llamamos escatología, que es el estudio del destino del ser humano y de toda la creación.
En el capítulo VI del Evangelio de San Juan, Jesús anuncia la Eucaristía como el pan de la vida eterna, el pan de la resurrección, el pan de la inmortalidad: “El que come de este pan vivirá para siempre y yo lo resucitaré en el último día”.
Adorar y recibir a Jesús en la Eucaristía es lo que, en última instancia, nos llevará a la salvación. En efecto, ¿Cómo negarnos a nosotros mismos, tomar la cruz, practicar las obras de misericordia, en fin, construir el reino de Dios, sin esa familiaridad con el Santísimo? Al que no come el pan de los ángeles, ni lo adora, ni lo visita, Jesús le dice a su vez: “En verdad, en verdad os digo: Si no comieres la carne del Hijo del Hombre y no bebieres su sangre, no tendréis vida en vosotros”. Claridad cristalina e irrefutable.
En el Evangelio del 11 de noviembre se proclamaba: “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre. Comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca; vino el diluvio y los hizo perecer a todos. Lo mismo, como sucedió en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, construían; pero el día que salió Lot de Sodoma, Dios hizo llover fuego y azufre del cielo y los hizo perecer a todos. Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste. Aquel Día, el que esté en el terrado y tenga sus enseres en casa, no baje a recogerlos; y de igual modo, el que esté en el campo, no se vuelva atrás. Acordaos de la mujer de Lot. Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará. Yo os lo digo: aquella noche estarán dos en un mismo lecho: uno será tomado y el otro dejado; habrá dos mujeres moliendo juntas: una será tomada y la otra dejada. Y le dijeron: ¿Dónde, Señor? Él les respondió: Donde esté el cuerpo allí también se reunirán los buitres” (Lc17, 26-37).
En los tiempos de Noé y en los de Lot a que hace referencia Jesús, evidentemente no existía el Santísimo Sacramento, pero sí existía el Dios verdadero al que se le debía culto de adoración y de obediencia. A pesar de saber eso, la gente no le daba ese culto, y, en cambio, pecaba torrencialmente.
El Evangelio nos dice que la gente comía, bebía, compraba, vendía, plantaba, se casaba, etc… o sea, hacía todo lo natural y necesario para sobrevivir materialmente en esta tierra de exilio, pero olvidándose del culto a Dios y del cultivo del alma. El agua en tiempos de Noé, y el fuego en los de Lot, purificaron la tierra castigando de forma ejemplar a los pecadores.
Al hablar con sus discípulos, Jesús hace una referencia clara al fin del mundo (“el día en que se manifieste el Hijo del Hombre”), pero no olvidemos que las enseñanzas del Evangelio son válidas para todos los tiempos y lugares. “El que trate de salvar su vida la perderá y el que la pierda la conservará”: he aquí un principio de vida espiritual permanente. Y así, otros consejos y advertencias.
Al oír al Señor decir semejantes afirmaciones, los discípulos se impactan; quieren saber dónde, cómo y cuándo sucederán esas cosas. Jesús les da una respuesta misteriosa: “Donde esté el cadáver se juntan los buitres”.
¿Y qué significa esto? Cadáver es ausencia de vida, es muerte. Es, pues, el diablo con sus encantos mentirosos, sus ídolos, sus falsos profetas. Los buitres, son los que el maligno consigue seducir para que no vayan en pos de Dios.
Ahora, resulta que cada cual es atraído según su propia preferencia. Este Evangelio nos pinta la imagen de una situación moral lamentable: donde está la podredumbre, allí van los que eligen oponerse al plan del Dios de la vida.
San Cirilo de Alejandría, por su parte, afirma otra verdad que es la cara inversa de la misma moneda: “como cuando se abandona un cadáver, acuden en seguida a él las aves carniceras, así cuando venga el Hijo del hombre, todas las águilas, esto es, los santos, le rodearán”. Y el himno del XXXII Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Buenos Aires canta: “tu Cuerpo y tu Sangre deseamos con ansias, en donde está el Cuerpo se juntan las águilas”.
La Hostia consagrada es el Cuerpo (con C mayúscula), y las águilas que la merodean son los fieles atraídos por el santo apetito del pan celestial.
Conclusión: no hay una tercera posición intermediaria: o se es buitre o se es águila. Y también, o se es cuerpo con vida o se es cadáver en descomposición…
En el mundo convulsionado de hoy, en que la práctica de la religión se va apagando en la vida pública y privada y donde la materia tiene el primado sobre los valores del espíritu, la Hostia Santa es el medio que se nos da para no ahogarnos en el diluvio del relativismo ni quemarnos en el incendio de la impiedad. Como un imán, la Eucaristía nos atrae. No hagamos resistencia; dejémonos llevar.
Pidamos a la Virgen María, de cuya carne tomó cuerpo el Redentor, contemplar a la Eucaristía con la naturalidad con que las águilas fijan sus ojos en el sol, o, mejor todavía, participar del amor con que Ella lo imaginó, lo miró y lo adoró.
Diciembre de 2016.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP