La indispensable gota de agua
¿Qué es una gota de agua, esa ínfima partícula líquida sin olor, sin sabor y sin color? Es tan poca cosa… ¡es nada!
Aunque una gota de agua pueda lucir sobre los pétalos de una exquisita flor y reflejar maravillosamente la luz del sol, cuando se la compara con un bravío mar inmenso, o con nubes cargadas y listas para derramar un diluvio formidable, o con una fuente generosa que no cesa de brotar de la tierra produciendo incontables beneficios… pues, una simple gota de agua es igual a nada.
Sin embargo, en la liturgia de la Misa, la gota de agua que el sacerdote o el diácono vierte en el cáliz que contiene el vino que se va a consagrar, tiene un valor simbólico portentoso: significa los tesoros de la Iglesia y “lo que falta a la pasión de Cristo”, ni más ni menos. En efecto, dice S. Pablo “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col. 1, 24).
Nuestros sacrificios, las pruebas asumidas y ofrecidas con amor y unidas a la inmolación de Jesús, tienen un valor redentor y sirven para expiar los pecados del mundo, ya que completan, en nuestra carne, esa cuota con la que Dios cuenta para que su preciosa sangre sea fecunda. No es que Dios precise de alguien o de algo, pero así dispuso las cosas en su providencia.
El sacrificio del Calvario nos redimió de la muerte y del pecado y nos abrió las puertas del cielo. Pero para que cada uno alcance la salvación, tiene que acogerla amorosamente, pues Dios no la impone por la fuerza. Ese fiat que nos corresponde asumir, es nuestro propio sacrificio que, como una gota de agua, vale de por sí muy poco o nada, pero que, unido al de Nuestro Señor y a las lágrimas de María Santísima, pasa a tener valor. Un valor tan pequeño como nuestra insignificancia, y tan enorme que sin él no accedemos a la vida eterna.
Esta verdad es simbolizada en la celebración eucarística en el momento del ofertorio, cuando el celebrante derrama una delicada gota, o poco más, en el vino que será transubstanciado. La materia propia de la Eucaristía es el pan y el vino, no es el agua. Pero ésta última, al ser colocada en el vino, se confunde con él formando un solo líquido a ser consagrado.
Nuestra participación en la redención del mundo y en la nuestra personal, pasa por esa indispensable y providencial “gota de agua” que es nuestra oblación ¡Qué bello misterio y qué bellamente se lo simboliza!
Esa gota de agua es un signo que nos anima a sufrir lo que nos toque, da sentido a la prueba, a los sinsabores de la vida y a la misma muerte. Y en la medida en que carguemos con determinación la propia cruz, la gota de agua se agranda, aumentando nuestra particular contribución para la salvación del mundo.
Dicha gota de agua simboliza un tesoro que vale mucho más que cualquier piedra preciosa de altísimo valor. Hace un tiempo atrás, se divulgó la noticia de que un diamante rosa de 24 quilates batió los records en una subasta suiza siendo adquirida por un joyero norteamericano por el precio de 33 millones de euros. Ahora, ese diamante no vale, ni de lejos, lo que vale un alma a los ojos de Dios.
Es que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, redimidos y comprados por Su Sangre infinitamente preciosa y así, hechos parte de la familia de Dios puesto que somos sus hijos ¡Valemos más que todo el universo material!
Ahora, comparados con el sufrimiento de Jesucristo en el Calvario, ¿Qué son los méritos sumados de todos los mártires, de todos los confesores, de todas las vírgenes? ¿De la misma Virgen de las vírgenes? Nada… o casi nada; valen lo que vale una gota de agua. Entretanto, decimos con propiedad: ¡Qué tesoro valiosísimo son los méritos de María Santísima, de los ángeles y de los santos!… ¿Por qué? Por la razón de que están unidos a los merecimientos de Cristo. Ahí adquieren su verdadero valor.
La gota de agua de la liturgia de la Misa es uno de los tantos símbolos que enriquecen la celebración. La Eucaristía es un tesoro de tan infinito valor, que la Iglesia le puso como marco una liturgia celebrativa que forma y educa a los fieles. La Misa, celebrada como se debe (hay que decir que, lamentablemente, no es tan raro encontrarse con “originalidades” que violan las rúbricas y atentan contra la misma ortodoxia) es una catequesis.
Lex orandi, lex credendi dice un antiguo adagio latino. Esto significa que la ley de la oración, es decir, la forma cómo recemos, como celebremos el culto, determina la ley de lo que se cree, determina la substancia de la fe.
¡Qué responsabilidad tienen los pastores de formar a los fieles, y ellos, a su vez, de instruirse sobre las maravillas de la oración litúrgica, una vez que lo que se haga en materia de celebración, condicionará la integridad de la fe que se profesa!
Si conociésemos y amásemos el significado de tantos signos y símbolos de la liturgia católica, estaríamos más motivados para adorar al Señor en la Eucaristía. La dignidad de los vasos sagrados, el valor de la música sacra, el sentido del perfume del incienso que suele utilizarse en ciertas solemnidades; todo, hasta la insignificante pero indispensable gota de agua, son los tesoros de la Iglesia a los que se unen nuestras vidas llamadas a “transformarse en ofrenda permanente” (Plegaria Eucarística III)
El misterio cristiano es sugestivo y celoso. Pide que lo profesemos en la riqueza de lo que es y no según la mezquindad de nuestra pobre forma de concebirlo.
Septiembre de 2016.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP