Eucaristía, nueva y eterna Pascua.
La Vigilia Pascual es la celebración central y la más solemne del calendario litúrgico. Es una conmemoración jubilosa de toda la historia de la salvación en la que se actualiza el misterio de nuestra redención. En realidad, cada Misa también hace presente ese misterio, y plenamente. Pero en esa noche santa tiene lugar la llamada “madre de todas las vigilias”… y de todas las Eucaristías.
¿Qué quiere decir la palabra “Pascua”? Significa “paso”. Esta palabra se identifica con el pasaje del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto a la tierra prometida, signo, a su vez, del paso de la muerte y del pecado a la vida nueva en Cristo.
Pero esa palabra “paso”, alude sobretodo e inmediatamente al paso de Dios en la noche de la liberación del pueblo elegido, a través de su Ángel exterminador. Como se sabe, por mandato divino trasmitido a Moisés, los judíos marcaron las puertas de sus casas con la sangre del cordero pascual inmolado. Entonces, cuando el Ángel justiciero, que traía en su designio esparcir la última plaga que fue la muerte de los primogénitos, pasó por las casas de los hebreos señaladas con esa sangre, “pasó” de largo, siguió su camino. Pero, en las casas de los egipcios que no tenían dicha marca, los castigó entrando y matando a los hijos mayores.
Por eso la fiesta de la Pascua judía llegó a ser un acontecimiento de primera magnitud en la religión de Israel. Dios determinó que se celebrara cada año, como memorial del paso de la esclavitud a la libertad.
Fue en ese marco, es decir, durante la celebración de una cena pascual judía, que Nuestro Señor instituyó la Eucaristía, supremo y definitivo sacrificio liberador que hace con que Dios “pase” por nuestras vidas. Ella nos da la vida eterna, es la permanencia de Dios en nosotros. En realidad en el misterio eucarístico, Dios no pasa ¡sino que se queda… “pasa” a vivir en nosotros!
Para comprender mejor el Sacrificio de la Nueva Alianza que es nuestra Misa, es importante conocer más sobre cómo era la celebración de la Pascua judía. Los evangelistas, al narrar lo sucedido en la Última Cena, no entran en detallar los pormenores rituales, ya que los mismos eran bien conocidos de los judíos a quienes destinaban en prioridad sus escritos.
En sus orígenes, mientras los hebreos deambularon en una vida nómade, la Pascua era una fiesta de pastores en la que se comía un cordero. Posteriormente, cuando se establecieron en pueblos y campos y se dedicaron a la agricultura, se pasó a comer también el pan de las nuevas cosechas; panes ázimos sin levadura, que representaban la salida precipitada de Egipto; comían también hierbas amargas, que significaban la tribulación de la cautividad. El vino no faltaba y se lo bebía reiteradamente en una copa común. Lecturas de la Escritura, cánticos y bendiciones hacían igualmente parte de la fiesta, que era eminentemente familiar.
En la época de Jesús, cuatro copas o cálices de vino pautaban el desarrollo de la Cena Pascual. El primer cáliz llamado “de la bendición”, se bebía antes de comer las hierbas amargas. Después se leía el relato del Éxodo referente al festejo de la primera pascua, celebrada inmediatamente antes de la salida de Egipto, y se bebía el segundo cáliz.
Estos rituales habrán sido naturalmente seguidos por Jesús y los apóstoles en la Última Cena; pero en el momento que se pasaría al tercer cáliz, “Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo.» Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: «Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre.»” (Mt. 26, 26-29).
La copa con el vino que se transforma en la Sangre preciosa, es el sagrado cáliz que introduce una nueva y definitiva alianza, ratificada con la propia sangre del Salvador. Este ceremonial y bebida, tomó el lugar del llamado tercer cáliz.
Inmediatamente después de la institución de la Eucaristía, Jesús interrumpe la secuencia de la Cena Pascual y sale del recinto “…Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos.” (Mt. 26, 30).
El cuarto cáliz de la Pascua Judía se llamaba el cáliz “de la consumación” o “del cumplimiento”; ¿esa copa, no corresponderá a aquella que fue heroicamente aceptada y bebida hasta las heces al día siguiente, en lo alto del Calvario?
Una de las últimas palabras de Jesús en la cruz fue: “tengo sed” (Jn. 19, 28); y después exclamó: “todo está consumado” (Jn. 19, 30)… ¿La muerte de Cristo derramando toda su Sangre, no es ya aquel cáliz a que Él mismo hizo referencia en la víspera, en el Cenáculo, cuando anunció “Y os digo que desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre” (Mt. 26, 26-29). Porque su sangre es la bebida del Reino, el sacramento de vida eterna. Misterio altísimo, sublime, divino.
Pero… ¡pobres prefiguras! El cordero inmolado de la pascua judía (“escogerán un corderito sin defecto, macho, nacido en el año“, Éxodo 12, 5), es pálida imagen del Inmaculado Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El pan ázimo, también es palidísimo símbolo de la Hostia consagrada. Y la sangre con la que se pintó las puertas de las casas, igualmente es una muy pobre y descolorida figura de la “Sangre de la nueva y eterna alianza que será derramada por Ustedes y por muchos, para el perdón de los pecados” (palabras de la Consagración en la Misa).
¿Cuál no será la fuerza de la realidad, si la simple figura fue causa de salvación? ¡Nuestra Eucaristía es una Pascua sublimada que se hace eterna!
Abril de 2018.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP