Saña y descuidos anti eucarísticos
Se multiplican por el mundo, y especialmente en países cristianos (o ex cristianos…), atentados contra la Eucaristía, especie de pecado gravísimo que lleva por nombre sacrilegio.
El sacrilegio es una profanación o injuria hecha contra una persona o un objeto sagrado. Un atentado contra el Santísimo Sacramento, que es lo más sagrado entre las cosas sagradas, se reviste de una inmensa gravedad.
Progresivamente, mientras se va perdiendo en la opinión pública la conciencia de lo sagrado, se hace cada vez más frecuente este tipo de pecado. Pero no se piense que la pérdida de la noción de pecado aminora la gravedad de la culpa. En el origen de esa desafección por las cosas sagradas está latente una irresponsabilidad culposa que constituye una apostasía en relación a las obligaciones propias del bautismo. Así es, aunque la afirmación parezca excesiva al relativismo en boga: se trata de una apostasía de los compromisos bautismales.
La Iglesia tiene un Código de Derecho Canónico, normas que regulan los derechos y las obligaciones de los fieles. También tiene sus Tribunales propios para juzgar y castigar los delitos contra la religión. Nada hay de más razonable, y más en los tiempos actuales, a la vista de la impiedad reinante.
Dice, por ejemplo, el canon n° 1367: “Quien arroja por tierra las especies consagradas, o las lleva o retiene con una finalidad sacrílega incurre en excomunión latae sentetiae (automática) reservada a la Sede Apostólica”. La excomunión es una sentencia tremenda, la peor de las penas: es el desarraigo de la Iglesia Católica de quien cometió el delito, por autoexclusión o por expulsión; la desvinculación del reo del Cuerpo Místico de Cristo, del pueblo santo de Dios.
Pero esa excomunión decretada en el Código, no vale solo para quien arroja por tierra a las sagradas especies, sino también para quienes hacen de las hostias consagradas objeto de un acto externo, voluntario y grave de desprecio. De hecho, cualquier acción gravemente despreciativa al Santísimo Sacramento se debe considerar incluida en ese canon.
A los profanadores no les importará la excomunión, ya que ellos viven en total “paz” su ruptura con la Iglesia; su conciencia endurecida como una piedra, poco o nada les recrimina. Pero dejemos a los sacrílegos de lado y concentremos nuestra atención en los fieles que se conmocionan y se chocan al enterarse de las profanaciones que suceden que, queremos creer, serán la mayoría entre los bautizados…
En general, cada vez que se comete un sacrilegio violando tabernáculos, profanando hostias consagradas o robando vasos sagrados, se organiza un acto de desagravio en el lugar de los hechos: será una Misa de expiación, una procesión reparadora, una nota del Obispo condenando lo sucedido, etc. Indispensables iniciativas… que no suelen ser acompañadas con una sensibilización de la opinión que lleve a aumentar el fervor religioso de los fieles. Sucede que la tibieza espiritual de la comunidad, que bien pudo haber sido la causa próxima o remota del sacrilegio, se va reestableciendo paulatinamente de nuevo… a la espera de la próxima blasfemia.
Se diría que ni el valor intrínseco e infinito de la presencia real del Señor, ni el trauma causado por la afrenta dispensada al Sacramento, bastan para potenciar un cambio substancial de vida, una conversión.
Las personas chocadas por el sacrilegio deberían arrancar del cielo esa conversión. ¿Arrancar del cielo? Sí, más propiamente: arrebatar. Ha dicho Jesús: “El reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan” (Mt., 11, 12). Sin “violencia”, es decir, sin reparación, sin ayuno, sin oración, sin obras de misericordia, no se obtiene la conversión individual ni comunitaria.
Para propiciar esa conversión hay algo formidable que es una fuente de gracias segura: promover la adoración perpetua en parroquias y capillas. Pero… eso será fecundo, siempre que se actúe de acuerdo a las disposiciones establecidas en las respectivas diócesis y en la Iglesia universal. Porque no es raro que se den abusos en esas iniciativas, de sí tan loables, como, por ejemplo, dejar al Santísimo expuesto solo, o poner en el lugar de la exposición músicas inadecuadas. Sucede.
En ese sentido, la Conferencia Episcopal de El Salvador acaba de publicar una “Instrucción sobre el culto a la Sagrada Eucaristía fuera de la Misa” que merece ser conocida y aplicada en todas partes. Este es su texto, vale la pena leerla: file:///C:/Users/hp/Downloads/culto_eucaristia_fueradelamisa_elsalvador%20(3).pdf
A la luz de las advertencias de los Obispos salvadoreños, podemos constatar que las ofensas al Santísimo Sacramento no proceden solamente de sacrílegos atentados perpetrados por enemigos de la Iglesia. También provienen de un culto indebido, sentimental, mundano ¡y a veces hasta motivado por el negocio!, totalmente ajeno de la verdadera substancia de los dones que el Espíritu Santo dispensa e infunde en las almas.
Otro “espíritu” merodea no lejos de los altares, de las custodias y de los sagrarios para hacer daño. Atentan, pues, contra la Eucaristía, la saña de los malos y también la tibieza de los buenos.
Adoremos al Señor con ánimo reparador y no relativicemos el tesoro de estar en su compañía comportándonos de una manera irreverente. Adorar al Santísimo equivale a entrar en la corte del Rey de reyes y beneficiarnos del trato personal que dispensa Dios a hijos íntimos, no a vasallos desconocidos ¡Qué privilegio!
1 de abril de 2017.- Santa Cruz, Bolivia
P. Rafael Ibarguren EP