Sumar y no excluir

Sumar y no excluir

Divina en su institución y constantemente asistida por el Espíritu Santo, la Iglesia atraviesa los siglos gozando de inmortalidad. En un mundo secularizado y materialista a ultranza, ella no permanece o “sobrevive”, no; se desarrolla, crece, amparada con la seguridad de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16, 18).

Ella vive de la Eucaristía y es a través de este santo memorial que se cumple a cabalidad la promesa del señor “Y he aquí que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

Ya en los Hechos de los Apóstoles se dice que la primera comunidad cristiana “se reunía asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch. 2, 42). Y una piadosa intuición llena de sentido, imagina los momentos inmediatamente previos al fin del mundo, en que el Divino Juez espera el término de una última Misa hipotética que estaría siendo celebrada en la tierra, para cerrar la historia y juzgar a vivos y muertos. De hecho, la Eucaristía abarca y llena la historia humana, sea como prefigura en el Antiguo Testamento, sea como sacramento en el Nuevo.

A lo largo de los tiempos, siempre ha habido a propósito de ella controversias que a la postre resultaron saludables para la fe, pues han servido para esclarecer y definir la verdad e instruir a los fieles.

Simplificando un tanto, se puede decir que en el primer milenio de la era cristiana, a la Eucaristía se le daba culto solo durante la celebración de la Misa, sin dar especial atención a las Sagradas Especies que se reservaban sobre todo para dar la comunión a los enfermos y a los ausentes.

Ya en el segundo milenio, se impulsó el culto eucarístico fuera de la Misa con adoraciones ante el sagrario, exposiciones, vigilias, procesiones, Jueves Eucarísticos, etc.; y eso, como respuesta a errores que fueron surgiendo contra la presencia real por parte de malos cristianos y/o de herejes confesos.

Pero lo cierto es que también en los primeros siglos, no se dejaba de adorar ni de recurrir al Santísimo fuera de la celebración, como vemos en un interesantísimo y encantador testimonio de San Gregorio Nacianceno (siglo IV) que vale la pena citar. Este Doctor de la Iglesia que fuera arzobispo de Constantinopla, tenía una hermana, Gorgonia, que padecía una grave enfermedad. Dice el santo:

Depuesta toda esperanza en las ayudas terrenas, recurrió ella al médico de todos los mortales. En lo profundo de la noche, en un momento en que la enfermedad más la atormentaba, se arrojó llena de fe a los pies del altar y, en el ímpetu de una piadosa y confiada confidencia, comenzó a invocar a grandes voces a Aquel que es honrado sobre el altar (…) Quiso después imitar a la mujer que había sido curada al tocar las orlas del manto de Cristo; ¿Qué hacer entonces? Acercó su cabeza al altar con el mismo clamor y abundantes lágrimas que aquella que antiguamente había bañado los pies de Cristo (…) Después que hubo mezclado sus lágrimas con las especies del precioso Cuerpo y Sangre, se sintió súbitamente libre del mal, renovada de cuerpo, de alma y de espíritu, habiendo obtenido, como respuesta a su firme fe, la curación”. Sermón 8, 18. (Guillermo Pons, “La Eucaristía en los Padres de la Iglesia”, Ciudad Nueva, Madrid, 2010, pag. 64). }

Gravemente enferma, Gorgonia acudió durante la noche al Médico Divino oculto bajo el velo del sacramento, y fue sanada.

Dando ahora un salto maratónico, pasemos del siglo IV al siglo XX.

En ciertos teólogos y corrientes litúrgicas que propiciaron la reunión del Concilio Vaticano II y que se sirvieron posteriormente de él, interpretándolo según sus opciones, se pretendió “volver a los orígenes” dando a la Eucaristía su supuesto sentido original que sería exclusivo: el de ser comida en una asamblea de fieles. La adoración individual o pública, fuera de la celebración, sería un contrasentido en el culto eucarístico…

Pero, ¿Por qué simplificar sin matices, optando por la comunión y excluyendo la adoración? ¿La complementariedad de ambas cosas –siempre privilegiando, claro, la comunión del Pan de vida- acaso no sería una riqueza?

En los albores del tercer milenio, Benedicto XVI se refirió a ese desacierto al dirigir unas palabras a los Cardenales, Arzobispos, Obispo y Prelados de la Curia Romana el 22 de diciembre de 2005:

“Para mí es conmovedor ver cómo por doquier en la Iglesia se está despertando la alegría de la adoración eucarística y se manifiestan sus frutos. En el período de la reforma litúrgica, a menudo la misa y la adoración fuera de ella se vieron como opuestas entre sí; según una objeción entonces difundida, el Pan eucarístico no nos lo habrían dado para ser contemplado, sino para ser comido. En la experiencia de oración de la Iglesia ya se ha manifestado la falta de sentido de esa contraposición. Ya san Agustín había dicho: “Nadie come esta carne sin antes adorarla; … pecaríamos si no la adoráramos”  https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html

Conclusión: adorar siempre; antes, durante y después de la celebración. Porque la adorabilidad de la Eucaristía es la consecuencia práctica de la permanencia del Señor en ella. Subestimar la adoración es hacer con que la creencia en la presencia real de Cristo sea una mera declamación sin efectos.

¡Es que no se trata de excluir o de restar, sino de sumar!

1 de junio de 2017.- Asunción

P. Rafael Ibarguren EP