Derechos y deberes
Se entiende por Derecho el conjunto de normas que son establecidas para regir una sociedad determinada. Naturalmente, esas normas se disponen de manera obligatoria y su incumplimiento puede acarrear una sanción.
La Iglesia, al igual que el Estado y que cualquier otra sociedad, tiene su derecho propio, el Derecho Canónico. Nada más lógico, puesto que es una sociedad visible, instituida y organizada jerárquicamente, que cuida de las necesidades y de las obligaciones de los fieles.
El Código de Derecho Canónico vigente en la Iglesia latina fue promulgado por San Juan Pablo II el 25 de enero de 1983. Se compone de normas jurídicas que alcanzan el amplio campo de la vida eclesial; algunas son vinculantes por lo que obligan en conciencia, otras son discrecionales y otras, por fin, exhortativas. En todo caso, “la salvación de las almas debe ser siempre la ley suprema de la Iglesia” (CDC, n° 1752).
En una de sus partes, el Código se refiere a la función de santificar de la Iglesia; trata aquí sobre los sacramentos, de modo saliente sobre el más augusto de ellos que es la Santísima Eucaristía. Con la meticulosidad que comporta, se aborda lo relativo a cómo se celebra, clarificando competencias de clérigos y laicos.
Antes de adentrar en todo lo referente a la praxis del culto eucarístico, el canon n° 898 establece lo siguiente: “Tributen los fieles la máxima veneración a la santísima Eucaristía, tomando parte activa en la celebración del sacrificio augustísimo, recibiendo este sacramento frecuentemente y con mucha devoción, y dándole culto con suma adoración: los pastores de almas, al exponer la doctrina sobre este sacramento, inculquen diligentemente a los fieles esta obligación”.
He aquí enunciada una normativa que abarca obligaciones ineludibles que competen a todos los bautizados. Como madre y maestra, la Iglesia nos enseña a ser consecuentes con la fe que profesamos, y lo hace con palabras graves y definitivas: “máxima veneración”, “parte activa”, “mucha devoción”, “suma adoración”. Y refiriéndose al sacramento de la santísima Eucaristía, lo llama de “sacrificio augustísimo”.
La fuerza de los términos no admite equívocos y puede llegar a sorprender a ciertos católicos tibios, infectados por el relativismo reinante en el mundo de hoy, que se va generalizando también, tristemente, dentro de la Iglesia.
“Máxima veneración”, sí, porque si la Eucaristía es el mismo Dios presente entre nosotros, el tesoro increado más grande que se pueda imaginar ¿cómo profesar una veneración medida, mediana o mediocre a un Dios inconmensurable que se hace tan cercano? ¡Máxima veneración es lo que cabe!
“Parte activa”. Puede decirse que muchísimas personas que frecuentan las Misas dominicales y feriales, no se involucran debidamente con la Palabra y con la Mesa que les es servida. Las lecturas de la liturgia -es el Espíritu Santo que habla- son de gran beneficio para los fieles, propias a ilustrar las mentes, tocar los corazones y mover las voluntades. Pero, la semilla tantas veces no cae, como debería, en terreno fértil. En la célebre parábola del sembrador (Mt 13, 3-9) Jesús ya lo denunciaba: la semilla cae también en zonas pedregosas, en medio de los cardos o en el camino de la vida donde es pisada por los hombres o comida por los pájaros. Véase cómo está el mundo…
¿Y qué decir de la comunión, el banquete eucarístico? Muchos no comulgan… para lo que tendrán sus razones; entran en el banquete y no prueban el bocado. Otros tantos van maquinalmente a recibir al Señor con disposiciones interiores o exteriores (ropas, posturas) nada adecuadas para acoger al Cordero de Dios. Felizmente, claro, hay quienes van preparados y comulgan con fruto. Vemos cómo se da la aplicación cabal de la parábola evangélica.
Tomar “Parte activa” no es sentarse, pararse o arrodillarse cuando la rúbrica lo manda, o darse la paz, a veces con efusiones excesivas… Parte activa es compenetrarse con el misterio que se celebra y poner en él toda la atención que a menudo es disipada por el celular, las distracciones o, sencillamente, el tedio.
“Mucha devoción”. La devoción parte de una impostación interior pero que debe testimoniarse. Hay que ser devoto y hay que demostrarlo. Claro que no para vanagloria sino en atención a Dios presente y a los circunstantes. ¿Por qué a una boda se va tan elegante (y no siempre con recato) y a la Eucaristía se va de cualquier manera? Lamentablemente, esto es así; hay un desajuste que grita. Se enseña a los niños de primera comunión a ser devotos y criteriosos. Pero parece que la edad va opacando esta exigencia y con el tiempo todo pasa a valer.
“Suma adoración”. Si adorar es el máximo acto de culto, parece una redundancia hablar de “suma adoración”. Pero no lo es. Porque, una vez más, para Dios todo es poco y nada basta; y cualquier “exageración” en este empeño quedará corta. ¡Qué lejos se está de esta disposición cuando los afanes del mundo desplazan el culto de suma adoración que se debe exclusivamente a Dios!
Cuando omitimos las obligaciones debidas a Dios, dejamos de tributar la gloria que Él tiene derecho de recibir de parte de sus hijos, por los que se entregó a la muerte. Es verdad que Él no precisa de nada ni de nadie, pero cuenta con nuestro concurso para que su gloria accidental sea satisfecha, y se dé nuestra salvación.
Una preocupación mal concebida por los tan mentados derechos humanos, va desplazando de la conciencia de los hombres los derechos de Dios. Hemos olvidado que Dios se hizo hombre y acampó entre nosotros quedándose tantas veces solo en el altar, en la custodia y en los sagrarios.
Agosto de 2018.- Sao Paulo
P. Rafael Ibarguren EP