¡Se apaga la luz de la razón!
Comencemos por una banalidad, diciendo que hay dos estilos literarios claramente diferenciados: la prosa y la poesía. A su vez, a la luz de estas formas de expresión y como un desarrollo de los términos, podemos decir que hay dos concepciones de la existencia: la lírica y la prosaica.
La correría de la vida contemporánea, pautada por preocupaciones de todo tipo y, tantas veces, en acelerados ritmos que llegan a ser agresivos y hasta inhumanos, despierta en un espíritu ordenado, sed y anhelos de poesía, de lírica.
¿Y qué es la lírica? es aquello que promueve en el ánimo un sentimiento encantador, similar al producido por la poesía cuando es armoniosa. Así por ejemplo, sostenemos que la lírica de la música se observa en la batuta de un buen Director de Orquesta, o que la lírica del arte culinario de degusta en un plato de un gran Chef.
Lo pragmático, lo pedestre, lo cotidiano, carece de poesía. El término “prosaísmo” es bien sugestivo, no pide mayor explicación. En todo caso, es precisamente lo opuesto de lo poético/lírico. Pero, atención: no confundir prosa con prosaico. El prosaísmo es una degradación de la prosa. Sabemos que muchas explicitaciones y desarrollos doctrinarios se han hecho en prosa… ¡y con mucho brillo! En cambio, son raros los escritos de este tipo que se han compuesto en verso.
En nuestra lengua castellana, quizás el culmen de la poesía haya sido alcanzado por dos lumbreras de la fe: Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz. Ellos escribieron poesías espléndidas, al tiempo que han impregnado de lírica las obras en prosa de que nos dejaron… por cierto nada prosaicas.
Cuando a la poesía se suma la súplica orante y la teología, en términos que llegan a todos los fieles, desde los más doctos hasta los más incultos, ella se hace especialmente atractiva, pastoral y útil. Útil, precisamente por aquello que los prosaicos consideran superfluo.
Es en este tipo de composiciones que se dan cita los trascendentales del ser enseñados por Santo Tomás de Aquino: la unidad, la verdad, el bien y la belleza que en latín nombramos como el unum, el verum, el bonum y el pulchrum.
Bien, toda esta introducción es para presentar y dar valor a un modesto soneto -¿y quién dijo que la modestia se opone a la calidad?- de autoría de una poetisa contemporánea, la asturiana Emma Margarita R.A-Valdés, que supo con mucho vuelo retratar un drama contemporáneo: la inconsecuencia de los fieles en relación a la presencia real del Señor en el Santísimo Sacramento.
A seguir, el poema eucarístico con su ciencia, rima y métrica impecables:
¡Qué milagro se ofrece cada día
ante la humanidad indiferente!,
todo un Dios, infinito, omnipotente,
da su cuerpo, cosecha de agonía.
Nos espera en amante cercanía
como agua, vino y pan, limpio torrente,
zumo añejo de paz, viva simiente,
alimentos de célica alegría.
¡Qué humildad!, en el fruto consagrado
está Dios, el espíritu inmortal,
en silencioso amor esclavizado.
Olvidó su dolor, nuestro pecado,
nos ofrece su reino celestial,
y le dejamos solo, abandonado.
De las ideas que están espejadas en estos versos, detengámonos en la que introduce el poema y en la que le sirven de conclusión. Ahí está retratado con incisión, hasta qué límites se va apagando la luz de la razón en la humanidad y si no es en la humanidad toda, al menos en inmensísima cantidad de bautizados. La luz de la razón, sí, porque si ésta no se ejercita agudizando su sentido crítico y sacando de las premisas percibidas las consecuencias que se imponen, se apaga.
Sobre los versos referidos, hay que decir que en realidad no se trata solo de “un milagro cada día”, como está dicho: son centenas, si no miles, de milagros… a cada minuto, ante una humanidad indiferente y descreída.
El cierre del soneto llega a dilacerar el alma, porque nos dice que se desprecia un reino de eterna felicidad a cambio de naderías efímeras.
Esa es la miserable respuesta, nuestra miserable respuesta, al “silencioso amor esclavizado” que se oculta bajo las apariencias del pan en los sagrarios abandonados y despreciados. También, ante el Señor expuesto en la custodia abandonado y despreciado, precisamente cuando ostenta su infinito amor para con los hombres.
Ante esta incongruencia, bien cabe rezar en reparación la oración que el Ángel de Portugal enseñó a los pastorcitos de Fátima: Señor, yo creo, te adoro, te amo y espero; y te pido perdón por los que no creen, no adoran, no te aman y no esperan. Y hacer el propósito de, en cuanto sea posible, acudir ante la presencia del Señor Sacramentado en algún sagrario próximo, para contrabalancear la onda de irracionalidad que nos circunda.
Octubre de 2018.- Buenos Aires
P. Rafael Ibarguren EP