El cielo, “una comunión sin fin”.
Bien sabemos qué cosas sucederán al hombre al final de su vida en la tierra: la muerte, el juicio y un destino eterno; estas etapas o pórticos son llamados postrimerías o novísimos. El destino eterno podrá ser el cielo o el infierno.
¡Cuán saludable es pensar en estas tremendas e ineludibles realidades! Dice el Eclesiástico “Piensa en los novísimos y no pecarás eternamente”, o sea, no te condenarás. Otra traducción del mismo versículo de la Biblia así reza: “En todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado”. Son nociones afines y complementarias.
Pues sí, la meditación en el cielo debería ocupar un espacio considerable en nuestra mente y en nuestro corazón. Aunque el hombre tiene sed de infinito y aspira a la bienaventuranza, es verdad que está más a nuestro alcance, nos es más fácil, el temor del infierno que el deseo del cielo. Nuestra naturaleza tiene horror al sufrimiento; pero en el paraíso terrenal, antes del pecado original, no éramos así. En realidad, tanto en el plan inicial cuánto en el de herederos de la culpa de Adán, está siempre vigente el desear, tender y alcanzar la meta para la que fuimos creados: la compañía y la visión eterna del Creador.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que “la comunión de vida y de amor con la Santísima Trinidad, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” (numeral 1024). Ya San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, nos introduce en esta maravillosa perspectiva: “Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, es lo que Dios preparó para los que le aman”.
Ahora, resulta que nada nos da una aproximación tan excelente de la idea y del deseo del cielo, como la familiaridad con la Eucaristía. Porque la Eucaristía nutre y potencia la vida de la gracia, estado que es condición para ganar el cielo. Ella nos habitúa a la cercanía con Dios, más aún, ¡nos deifica! Hace que seamos en plenitud miembros de la familia de Dios: hijos del Padre y hermanos de Nuestro Señor Jesucristo.
Se ha dicho con razón que la Eucaristía es el cielo en la tierra. Y aún, con más propiedad, que “La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra” (San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia) ¡La Santa Hostia es una brecha, una ventana, que nos muestra y nos hace degustar el cielo!
Sí, porque si el cielo es, en último análisis, la visión y la unión con Dios, la fusión con Él, no es otra cosa lo que propicia la Eucaristía en este valle de lágrimas.
Sucede que muchos bautizados suelen considerar el misterio eucarístico tan solo como una verdad de fe que se profesa pero que no necesariamente se experimenta. Creer, sí, pero… ¿una fe “teórica”, sin incidencias en la vida, sin testimonio? Una “fe” así, está muerta, nos enseña el Santiago en su epístola.
Si mi creencia en la Eucaristía no tiene más consecuencia que un asentimiento racional, ¡hay mucho camino que hacer! La fe sin obras vale tanto cuanto las obras sin fe. No tiene ningún mérito para la vida eterna; así no se gana el cielo.
Los santos han comprendido esto con toda claridad y nos han dejado valiosas enseñanzas en sus escritos y en sus vidas. Veamos citas eucarísticas de tres Teresas del Carmelo: la de Jesús de Ávila, la del Niño Jesús de Lisieux, y la de los Andes de Chile.
1.- Escribió la Santa Madre en su obra Camino de Perfección: “Pues, si cuando Jesús andaba en el mundo, de sólo tocar sus ropas sanaba los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe, y nos dará lo que le pidiéremos, pues está en nuestra casa? Y no suele Su Majestad pagar mal la posada, si le hacen buen hospedaje”.
Con vuelo místico, lógica irrefutable y elegancia en la pluma, Santa Teresa de Jesús, nos invita a acercarnos con fe a la Eucaristía, seguros de que seremos bien pagados, pagados de la mejor manera, es decir, con el premio eterno.
2.- Por su parte, Santa Teresita del Niño Jesús, nos dejó este pensamiento lindísimo: “Dios no baja del cielo todos los días para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen”.
¿Cómo contestar esta evidencia que salta a los ojos? Hay que pasar, entonces, de la aceptación intelectual del misterio, al corolario concreto que se desprende de él: adorar y recibir a Jesús en la Eucaristía. Así se capitalizarán beneficios que tendrán peso en la balanza, en el día decisivo.
3.- Por fin, la más reciente de las Teresas, flor que se abrió en las laderas de los Andes australes de América para elevarse a las más altas cimas de la espiritualidad, escribió este bello pensamiento en una de sus cartas: “Quisiera hacer comprender a las almas que la Eucaristía es un cielo, visto que el cielo no es sino un sagrario sin puerta, una Eucaristía sin velos, una comunión sin fin”.
A los católicos en general, y, especialmente, a los que tienen el propósito o el compromiso de adorar al Señor, les falta asociar el momento privilegiado en que están junto al Santísimo Sacramento, a la eternidad sin fin nos espera. Valorar la cercanía del Señor en la tierra es una condición para gozar eternamente de Su visión sin puertas, sin velos y sin fin.
1 de junio de 2019.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP