¿Amar o ser amados?
Sin pretender dictar cátedra teológica, vamos a aproximarnos respetuosamente de esta ciencia maravillosa, seguros de que saldremos beneficiados conociendo un poquito más a Dios… ¡el misterio desconocido por excelencia!
A ver, qué es más importante, ¿amar a Dios o ser amados por Dios?
Esta es una pregunta que casi nadie se la hace así, crudamente. Una vez formulada, brota en seguida una respuesta a flor de labios sin mayor reflexión: más importante es amar a Dios ¿Acaso no es lo que manda el 1er mandamiento?
Pero no, no es así ¡Es un craso error pensar que es más importante amar a Dios que ser amados por Él! Basta tomarse unos instantes para pensar, darse cuenta y concluir que ser amados es superior, infinitamente superior, a amarle. Todo lo que existe es fruto del amor de Dios; un amor gratuito que no ha sido condicionado por ningún mérito de nadie. Además, “Él nos amó primero” (1 Jn. 4, 19)
Asimismo, el amor de Dios infunde bondad. Basta que Dios ponga sus ojos sobre una creatura y se interese por ella; basta que Dios “piense” – digámoslo así- en algo, que aquello se beneficia y se ennoblece. Todo el universo existe porque es mantenido en el ser por el amor de Dios. Y si Él, por absurdo, dejase de sustentar a las cosas creadas, volverían a la nada.
Lo que vale para todos los seres, vale especialmente para los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios. Aunque éstos no correspondan al amor de Dios, Él no se cansa de amarlos, y “descansa” al ver una correspondencia a su amor infinito, por mínima que sea. “Dios es amor” (1 Jn 4, 8) y todas sus obras son amor, ya que crear, conservar, rescatar, santificar y glorificar, es amar.
Sucede que el amor de Dios pide una respuesta, porque “amor con amor se paga”, dice la máxima. Nuestra respuesta, Dios la espera con ansias hasta el último momento de la vida de sus ingratas creaturas.
Por lo tanto, amar a Dios ¡es también es importante! Pero menos que ser amado por Él.
Otra forma gráfica de expresar esto del amor recibido y correspondido es imaginar al ser humano aquí en la tierra, donde realmente estamos, y a Dios en el Paraíso celestial, a nuestra espera. La misma pregunta del inicio se puede formular de forma diferente: ¿Qué vale más, el amor que baja o el amor que sube?
La respuesta es: el amor que baja, torrencial, difusivo y fecundo, es infinitamente más valioso que el que sube… en contra la ley de la gravedad y desde nuestra miseria congénita.
“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Y San Pablo nos dice otra verdad equivalente: “Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial” (Gl 4, 4/5). Puro amor.
Nuestra dignidad nos viene del hecho de ser amados por un Dios que, no solo nos creó sin nuestro concurso, sino que también nos redimió siendo culpables y, además, nos espera en el cielo donde nos ha preparado una magnífica morada eterna que, con imprecisión de lenguaje, llamamos “recompensa”. Puro amor.
Ahora, si es verdad que la Encarnación, supremo gesto del amor divino, se dio hace dos mil años, no es menos cierto que la Eucaristía es como una continuación de la Encarnación que se opera cada vez que se consagra el pan y el vino en la Misa, al actualizarse el misterio de la Redención. Es el mismo Jesús de Belén que se “encarna” en el pan para darse en alimento. Puro amor.
La Eucaristía es una prueba más ¡por si faltasen pruebas! de la absoluta superioridad del amor que baja sobre el amor… eventual que no siempre sube. Jesús en la Hostia Santa se hace presente en todos los altares y sagrarios de la tierra, para hacernos compañía, darnos su amistad y beneficiarnos. Puro amor.
A propósito de la Eucaristía, es una exigencia hacer subir nuestro amor agradecido. ¿Cómo pasar “de largo” ante el misterio eucarístico, esa muestra patente y constante de un de Dios que se da a los hombres por puro amor?
Anunciando que muy próximamente instituiría la Eucaristía, Jesús dijo en Cafarnaúm “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51). Una vez más, la idea del amor que baja. Y antes de darnos su Cuerpo como alimento y memorial de su amor en la Última Cena, el Evangelista narra que “Habiendo Jesús amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). La palabra “extremo” sugiere lo que es excesivo, ilimitado, exagerado, inimaginable, superlativo, descomunal… inefable. Pues así es el amor con que Dios nos ama.
Tal es ese Dios de amor, que no se contentó con inmolarse por nosotros y en quedarse en la Eucaristía; Jesús resolvió, además ¡divinizarnos mediante la comunión sacramental! En realidad, la Eucaristía no es, como decíamos, “una prueba más” del amor de Dios. Es la muestra más esplendorosa, genial y tierna del amor gratuito que Dios nos tributa como mejor de los amigos.
Entonces, a la vista de las magnificencias del Amor infinito, del que María Santísima participa recibiéndolo y comunicándolo, no se tiene derecho a pensar en un contrasentido como ese de que es más importante amar que ser amados.
Sobre el tema, aún faltó aún decir algo capital: ¡que hay que dejarse amar!
agosto de 2020.- Mairiporá, Brasil
P. Rafael Ibarguren EP