El mes de María
En el hemisferio norte el mes de María corresponde al mes de mayo, mientras que en el sur se suele celebrar en noviembre y parte en diciembre. Lástima que, en la actualidad, en muchos lugares de ambos hemisferios ya no se festeja con la piedad y el colorido de otrora.
Al decir “otrora”, no pensamos en el medioevo ni en épocas tan distantes, ya que en tiempos posteriores al último Concilio Vaticano veíamos profusión de Misas, fiestas, procesiones, cánticos, flores… “Venid y vamos todos, con flores a María, con flores a porfía, que Madre nuestra es”, se cantaba con fervor.
En todo caso, en mayo hay tres fechas marianas hondamente arraigadas en la piedad popular: el 13 de mayo, Nuestra Señora de Fátima; el 24, María Auxiliadora; y el 31, la Visitación de María a su prima Santa Isabel, acontecimiento que contemplamos en el segundo misterio gozoso del Rosario.
Sabemos que todos los homenajes prestados a la Santísima Virgen en su mes – y en cualquier día del año – tienen como motivación última el culto debido a Jesucristo, y, por medio de Él, al Padre Eterno; es el camino de toda oración.
Pero no se trata de homenajes nostálgicos hacia quienes vivieron hace dos mil años, sino de un reconocimiento agradecido por la presencia perenne y actuante, tanto del Hijo como de la Madre: Jesús oculto bajo los velos eucarísticos; y María, dispensadora de las gracias que nos sustentan en la profesión de nuestra fe.
La teología nos enseña que Dios, al disponer desde toda la eternidad la encarnación del Verbo, predestinó a ambos en un mismo designio. Esta cercanía intimísima entre Él y ella, debemos tenerla muy en vista cuando vamos a la Misa, comulgamos o hacemos adoración. Sí, porque en la Eucaristía está contenida, se ofrece y es comida, aquella misma carne que Jesucristo nuestro Señor recibió de su Madre.
A respecto de las grandezas de Nuestra Señora, el Magisterio de la Iglesia es pródigo en enseñanzas. Mucho se ha dicho y escrito… y mucho aún está por decirse y escribirse. Así se expresa San Luis Grignion de Montfort en su “Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen”: “No se ha suficientemente hablado, exaltado, honrado, amado y servido a María. Ella merece aún más alabanzas, respetos, amor y servicios” (n. 10). También: “María ha sido desconocida hasta aquí y esta es una de las razones por las cuales Jesucristo no es conocido como debería serlo” (n. 13). Otra cita del Santo de Montfort: “¿Cuándo vendrá este tiempo venturoso en que María será reconocida señora y soberana de los corazones… cuándo respirarán las almas a María, como los cuerpos respiran el aire?” (n. 217).
Esa expectativa concierne de lleno a las almas eucarísticas. Entre otras razones, porque la devoción mariana conduce a dar todo el valor que cabe a la Eucaristía, ya que, siendo María la medianera de todas las gracias, lo es de la gracia insigne de acercarnos al altar, a la comunión, al sagrario y a la custodia.
Por el llamado “Sensus fidei” los fieles intuyen estas verdades con relativa agudeza, aunque no siempre llegan a explicitarlas, ni a asumirlas en todas sus consecuencias. Pero… ¿qué es precisamente el Sensus fidei?
Esta locución latina se traduce por “el sentido de la fe”; vamos a una definición cuidadosa: “El Sensus fidei fidelis es una especie de instinto espiritual que permite al creyente juzgar espontáneamente si una enseñanza particular o una práctica está o no en conformidad con el Evangelio y con la fe apostólica. Está intrínsecamente vinculado a la propia virtud de la fe; fluye desde la fe y es una propiedad de ella. Se compara con un instinto porque no es principalmente el resultado de una deliberación racional, sino que es más bien una forma de conocimiento espontáneo y natural, un tipo de percepción”. (“El Sensus fidei en la vida de la Iglesia”, Comisión Teológica Internacional, BAC, Madrid, 2014. Pág. 49).
Ejercitar este sentido de la fe es siempre benéfico y se hace muy necesario en los días de hoy en que reina un relativismo doctrinario y moral que confunde las mentes y condiciona tanto las conductas. La fe recibida en el bautismo importa en un compromiso, no puede subsistir adormecida e inoperante. Este precioso subsidio sobrenatural de que tratamos, a fuerza de ser ignorado o contundido puede llegar a perderse. En cambio, las personas atentas a ese sentido de la fe, disciernen realidades materiales o espirituales, algunas de ellas sutiles, que los incrédulos definitivamente no captan, por más inteligentes que sean.
Estos últimos suelen desdeñar a aquellos como soñadores, presumidos o infantiles. Deberían meditar esta sentencia del Señor: “En verdad os digo, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18, 3). Los que se hacen “como niños” son sensibles a los signos mediante los cuales Dios se manifiesta, y no creen que el cielo y la tierra estén fatalmente incomunicados por una espesa placa de acero… ¡Cuántos se cautivan y dan crédito a la llamada “inteligencia artificial”, anónima y falible, mientras ignoran las verdaderas riquezas brindadas por el don maravilloso de la fe!
El binomio Eucaristía-María de que veníamos tratando, nos es propuesto por la Iglesia mediante exposiciones racionales bien fundadas, pero se percibe también, con mayor o menor nitidez, a través del Sensus fidei. Ese vínculo estrechísimo entre el Pan del Cielo y la Virgen Madre fue acuñado por la piedad medieval en la fórmula “Caro Christi, caro María”: la carne de Cristo en la Eucaristía es la carne tomada de María. En la Edad Media, cuando la filosofía del Evangelio impregnaba la sociedad, el Sensus fidei era vivísimo.
Como homenaje a María, meditemos y pongamos a sus plantas tres nociones abordadas en esta reflexión: 1) La extrañadísima intimidad que hay entre Jesús y María. 2) Que aún están por conocerse excelencias de la Virgen, y quiera Dios que sea pronto. 3) Que en la vida cotidiana podemos valernos del Sensus fidei, tan útil en épocas turbulentas.
mayo de 2024.- Mairiporá
P. Rafael Ibarguren EP