¿Evitar o apetecer el sacrificio?
Como en una homilía ideal, expongamos brevemente un asunto doctrinario para después aplicarlo a la vida concreta, porque poco o nada valen las teorías sin consecuencias prácticas. No es que el pragmatismo deba preponderar siempre, pero es menester cuidarse de fantasías que navegan en generalidades sin llegar a buen puerto.
En relación a la noción y a la práctica de sacrificio, muchas personas experimentan un sentimiento de retracción y hasta de rechazo, en parte como resultado de los ritmos artificiales impuestos por el ambiente mundano dominante, infectado con los vicios del egoísmo, del hedonismo, del relativismo y de otros “ismos”. En términos más directos, el hombre contemporáneo tiene horror al sacrificio y a menudo desconoce la alegría que hay en dar, en ser servicial y abnegado, en inmolarse desinteresadamente por Dios y por los demás. Ahora, no debería ser así, porque nada es más natural que asumir una actitud sacrificial en la vida.
En todos los tiempos y en las más diversas culturas, los hombres han ofertado sacrificios, afectando tanto a sus personas como a sus haberes. No hubo un mandamiento previo para que Abel, Noé o David ofrecieran holocaustos a Jehová, un instinto de la naturaleza los movió a eso.
Las víctimas animales y vegetales del pueblo elegido del Antiguo Testamento prefiguraban el sacrificio de Cristo, la Víctima perfecta. Una vez realizada su oblación de mérito infinito, dejaron de tener sentido todas esas ofrendas anteriores y los símbolos dieron lugar al simbolizado de forma definitiva. “Con una sola oblación, perfeccionó para siempre a los santificados” escribe San Pablo (Hb. 10, 14). La “sola oblación” se patentizó en el Calvario, donde Jesús padeció y murió en la Cruz para gloria del Padre y salvación de los hombres. Esa oblación es la que se hace presente en el Sacrificio Eucarístico.
Esencialmente la Cruz y la Misa son un mismo y único Sacrificio. En la Cruz la inmolación fue cruenta, en la Misa es incruenta; en la Cruz el sacerdote fue Cristo por sí mismo, en la Misa lo es también Cristo, solo que a través del sacerdote; en la Cruz se operó la Redención del género humano, y en la Misa, la Redención es aplicada a los hombres ¡Tal es el valor de la Misa, y con tal excelsitud se relacionan los momentos de adoración eucarística y de comunión sacramental o espiritual que podamos hacer!
¡Cómo las cosas serían diferentes en nuestro mundo si los católicos retribuyesen con generosidad a la dádiva divina que nos rescató de los lazos del maligno elevándonos a la condición de hijos de Dios! Si es verdad que nunca podremos devolver en justicia todo lo que debemos a Dios, la obligación de ofrendarse permanece ineludible ya que se impone la obligación de darle culto. Además, para beneficiarse de la Redención, se requiere la contribución personal de cada uno pues la salvación es un don que precisa ser acogido, no somos salvados a la fuerza, sin nuestro concurso.
La abstención tan generalizada de ese deber de agradecer y de restituir nos está acarreando nefastas consecuencias. Sin que una punición proporcionada se haya cernido sobre la humanidad como un todo, no obstante, encontramos acicates para una meditación, una enmienda, un cambio de vida. Ahí están las catástrofes naturales de todo tipo que se multiplican asustadoramente; una pandemia que hace temer nuevas oleadas de contagios y de muertes; guerras y violencias en diversos lugares del planeta que victiman a culpados y a inocentes; también – quizás sea lo más grave – confusión y deserciones en el seno de nuestra Iglesia.
Se diría que el Creador espera de los hombres una respuesta, una reflexión a manera de autocrítica que lleve a la conversión del corazón.
La Biblia refiere dos acontecimientos muy propios a ser meditados en nuestros días. Uno se encuentra en el Libro del Profeta Jonás donde se nos narra que la cuidad de Nínive, pagana y pecadora, hizo penitencia y se vio libre del castigo que le comunicara el profeta ¡castigo que el propio Dios le había mandado anunciar! (ver Jon 3, 10). En sentido inverso, el Génesis relata que las ciudades de Sodoma y Gomorra no se arrepintieron ni expiaron sus graves pecados, y fueron punidas con la destrucción mediante una lluvia de azufre y de fuego (ver Gen 19, 24-25); y eso, a pesar de la clemente intercesión del patriarca Abraham. Dios – a quien ofende el pecado y agrada la penitencia – consideró el sacrificio que se ofertó en un caso y el que se soslayó en el otro, e hizo resplandecer dos luminosas lecciones de justicia.
Contrariamente a lo que se suele pensar, no basta con soportar o resignarse con el sacrificio, se debe caminar a su encuentro con valor, viéndolo como un ideal. De eso nos da ejemplo insuperable el Divino Salvador.
Algún lector podrá pensar: eso de “cambio de vida” y de “conversión” cabe a otros y no a quien ya está bautizado y “no hace mal a nadie”, como suele decirse… Pero ¿se cumplen a cabalidad los compromisos asumidos en el Bautismo? Y en cuanto a “no hacer mal a nadie”, que se piense tan solo en el bien que se deja de hacer en lo referente al culto debido al Señor.
Es patente la extendida inobservancia de los tres primeros mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas, no tomar su nombre en vano y santificar las fiestas. Esa desobediencia ¿no estará en el origen de muchos de los males que padecemos? La reparación y el remedio adecuados ¿no será, precisamente, el sacrificio responsablemente asumido?
Antes que nada, la celebración del Sacrificio por excelencia, el de la Misa, con la asiduidad y devoción requeridas. La Misa aplaca la justa cólera divina y es ocasión de inmenso provecho para el alma. Pero también el sacrificio de cada persona atenta a lo que ocurre, a los signos de los tiempos.
“Quema lo que adoraste y adora lo que quemaste” dijo San Remigio al rey franco Clodoveo cuando le bautizaba. Consejo viejo de más de quince siglos… y de perenne actualidad. Quemar (es decir, sacrificar) y adorar son prácticas que se complementan y se reclaman mutuamente. Ayer, hoy y siempre.
octubre de 2021.- Mairiporá, Brasil
P. Rafael Ibarguren EP