Si te condeno, no me culpes
En un vitral de la catedral de la ciudad alemana de Lubeck, se puede leer un inspirado poema, muy propio a ser meditado durante el tiempo de Cuaresma. Dice así:
Tú me llamas
Maestro y no me obedeces,
Luz y no me ves,
Camino y no me sigues,
Vida y no me deseas,
Sabio y no me escuchas,
Amable y no me amas,
Rico y no me invocas,
Eterno y no me buscas,
Justo y en mí no confías,
Noble y no me sirves,
Señor y no me adoras,
¡Si yo te condeno, no me culpes!
Estas sentencias serán vistas hoy como una curiosidad por los numerosos turistas y visitantes que circulan por el casco medieval de la ciudad de Lubeck, declarado “Patrimonio de la Humanidad” por la Unesco. La catedral es la joya de esa área. Miles de fotografías y de videos guardarán sus graves palabras en pantallas y archivos de móviles, tablets, y cosas del género.
Pero en tiempos en que no existía la Unesco y cuando el patrimonio más preciado de los cristianos era la fe; antes, también, de que el veneno protestante llegase a desfigurarla en el norte de Alemania, las palabras de este vitral motivaban a la meditación y a la compunción a los que se detenían ante ellas. Sus frases no quedaban registradas en sofisticados formatos tecnológicos, y sí en corazones de carne. Y los que las leían, no eran curiosos, turistas o cristianos insensibles, sino peregrinos, fieles católicos practicantes. Podemos imaginar que, a pocos metros del tal vitral, hubiese un confesionario donde un anciano canónigo, rosario en manos, pasaba horas acogiendo y absolviendo con bondad a los penitentes ¡Ó tempora o mores!
Detengámonos en la conclusión del poema, chocante para la mentalidad moderna relativista que, horrorizada, pontifica: “¡Dios no condena a nadie!” … lo que es un engaño enorme, ya que las personas que se condenan, es en el ejercicio de su libertad y conciencia, y después de haber pasado por un juicio, donde el Juez será el propio Nuestro Señor Jesucristo que les dirá: “Apartaos de Mí, malditos e id a fuego eterno” (Mt. 25, 41). Entonces, “¡Si Yo te condeno, no me culpes!” …
Las palabras del vitral no son una oración que las personas hacen a Dios, sino una queja entristecida que Dios dirige a las personas, amonestándolas.
Bien podríamos aplicar esos atributos de Dios (Maestro, Luz, Camino, Vida, etc.) a la Eucaristía, específicamente, ya que ella es el mismo Dios. Entonces, ante el Santísimo y mirando a la Hostia, modifiquemos los versos y meditemos con estas o semejantes palabras: Te llamo:
Maestro, que enseña con elocuente silencio lo que debo aprender;
Luz, toda espiritual, misterio de fe, que ilumina a los humildes;
Camino, Alianza santa, senda segura que conduce al cielo;
Vida, Pan de Vida, que es prenda de resurrección y de inmortalidad;
Sabio, de verdades eternas, opuestas a las quimeras mundanas;
Amable, ¿quién más que Él, que espera siempre y prodiga dones?;
Rico, “No se puede servir a dos señores”, Eucaristía, ¡único tesoro!;
Eterno, que prepara al fiel para el Reino, acompañándolo en el tiempo;
Justo, deseoso de restitución, y sin embargo está ahí tan solo y olvidado;
Noble, ¡De quien procede todo poder, honra y gloria! Y que tanto se esconde;
Señor, Soberano omnipotente, en apariencias de sencillez, pobreza y fragilidad.
Así confieso tu presencia real en la que creo, sí, pero… no me decido a hacerte compañía, no acudo a tus altares ni a tu mesa; no tengo tiempo ni interés…
La respuesta de Jesús-Hostia ¿acaso podrá ser diferente? “Si te condeno…”
En la Catedral de Lubeck, como en todo templo católico, muchas cosas podrán llamar la atención. En general, son cosas que están, precisamente, para ser vehículos que conduzcan a las verdades eternas. Será una reliquia, una imagen, algún detalle original como ese vitral, o la misma la arquitectura en su conjunto. Podrán darse ocasiones en que la iglesia está llena de gente durante una celebración litúrgica, con música armoniosa y perfume de incienso que invaden los espacios, provocando una emoción sensible y elevando al fiel hasta Dios. O, entonces, cuando el edificio sagrado está vacío y silencioso, solo para él, lo que también puede motivar una fuerte e íntima experiencia divina.
Ahora bien, repleto de gente o sin nadie, tenga valor estético o no, trátese de una grandiosa catedral o de una capillita humilde, el templo guarda una preciosidad infinitamente superior a todo lo que pueda considerarse digno de nota: el Santísimo Sacramento, que no es “algo” más, sino que es “Alguien”.
Cuando se transpone el umbral de la iglesia y se penetra en el recinto, sepamos que hay una Presencia misteriosa, real y divina, digna de toda reverencia. Si no fuese esa Presencia, las iglesias serían como auditorios o museos; y la liturgia, un rito vacío, un folclore sin mayor sentido. En todo caso, es triste constatar: a esa Divina Presencia no se la valora y hasta se la ignora.
El infeliz que conoce lo que enseña la fe sobre la Eucaristía y pasa de largo ante de Ella sin importarse, ¡en el día del juicio podrá tener una sorpresa y llevarse un buen susto! Entonces, solo le quedará el recurso inútil de pretender justificarse ante Dios que le dirá… lo que se lee en el vitral de la Catedral de Lubeck.
marzo de 2020.- Mairiporá, Brasil
P. Rafael Ibarguren EP