“Venid a mí…”
“Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30).
Entre tantas sublimidades que encontramos en los Evangelios, quizá pocas palabras proferidas por Nuestro Señor sean tan conmovedoras, tan tiernas, cuanto estas. Ellas fueron dirigidas a los discípulos que estaban con Él, pero también son destinadas a la incontable posteridad llamada a seguirlo. En un versículo poco anterior del mismo Evangelio, Jesús caracteriza el perfil ideal de sus seguidores: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25).
Los pequeños – o los sencillos – son aquellas personas humildes que no se complacen en oponer objeciones “racionales” a los misterios que solo se acogen desde la fe. Sencillamente creen. El acto de fe no es ciego o ilógico, ni se contenta apenas con constatar el misterio; es un homenaje razonable – rationabile obsequium en el decir de San Pablo – que hacemos al Creador. En cambio, los “sabios y entendidos” objetan la Revelación y llegan hasta a dudar de la existencia de Dios por no ser, dicen, “verificable”.
¡Craso error! “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos…” (Salmo 19). Para esos “racionalistas” ahí están, como valioso subsidio, las cinco pruebas de la existencia de Dios dadas por Santo Tomás de Aquino, lógicas y accesibles. Sí, mediante la razón natural se puede concluir que Dios existe. Quien quiera consultarlas, puede ir a la “Suma Teológica”, 1° parte, cuestión 2, artículo 3. Abordarlas aquí, nos desviaría de nuestro tema.
Siendo la Eucaristía el misterio de la fe por excelencia – Mystérium fídei – ella produce y aumenta la fe en los “sencillos”, al tiempo que repele o deja indiferentes a los “sabios y entendidos”, tantas veces hinchados de suficiencia.
¿Por qué razón creemos en la Eucaristía los que hemos recibido el sacramento del Bautismo? Pues porque Él lo ha dicho: “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo.” (Mc. 14, 22-24). Y si, por absurdo, la Palabra de Dios no bastase, una cantidad considerable de milagros eucarísticos a lo largo de la historia, comprobados inclusive científicamente, atestiguan la veracidad de la divina presencia. Aún más elocuente que los milagros – siempre habrá escépticos que contesten los fenómenos sobrenaturales – es el testimonio de millones de fieles de todas las épocas que han puesto en el centro de sus vidas a la Eucaristía, alimentándose de ella, adorándola y difundiendo su culto.
Pero, esas razones parecen no bastar para la fe apocada de tantos, aunque no sean propiamente ni se pretendan “sabios”. El convite-promesa del mejor de los Amigos “venid a mí y encontraréis descanso”, no les motiva ni les importa.
“Venid a mí” ¿Dónde hallarlo y así encontrar alivio en nuestras almas? Habiendo resucitado y ascendido a los cielos, Nuestro Señor está sentado a la derecha del Padre, nos lo dice el Credo ¡Pero también está en los altares durante la celebración de las Misas, bien como en los tabernáculos!
Así siendo, Jesús se encuentra solamente en dos partes al mismo tiempo: en el cielo y en la Eucaristía. O, para ser más precisos, en el cielo y en la incontable cantidad de lugares en que se celebra el Santo Sacrificio, se lo expone en la custodia o se lo reserva en los sagrarios. Tal es la prodigiosa profusión de su presencia que es imposible reseñar todos esos sitios de bendición.
“Venid a mí”. Claro que esperamos, por la misericordia de Dios, encontrarnos con Él en el cielo, lo que sucederá después de la muerte, sobre todo si nos hemos alimentado con el Pan Eucarístico, viático y prenda de vida eterna. Mas, resulta que aquí abajo, en la tierra, Él está a mi alcance, a veces a dos pasos de donde me encuentro, y esperándome para proporcionarme descanso, alivio y fuerzas en medio de las dificultades.
¡Cuántos cuidados tomamos para conservar la vida natural – cosa, por cierto, muy necesaria y más en tiempos de pandemia – y qué poco caso hacemos de nuestra vida sobrenatural, vida que brota con tanta abundancia de la Eucaristía! Las convenciones del mundo nos impelen a hacer visitas y a brindar todo tipo de atenciones a unos y a otros… y para el máximo Bienhechor de la humanidad no hay más que ignorancia, indiferencia o desdén.
Fue Él que vino primero a nosotros y con infinita deferencia quiso quedarse para siempre en el sacramento. “Con ansias he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22,15) dijo al entrar en el Cenáculo, y también: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Ese “extremo” de amor se refiere al momento inmediatamente anterior de la Cena, cuando se disponía a darnos su Cuerpo y su Sangre. Al día siguiente, en el Calvario, sublimó ese amor en la Cruz. Y a lo largo de los tiempos, continúa prodigándolo, sin tregua.
Querido lector: constantemente el Señor renueva su convite “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os aliviaré” ¿será que pueden caber palabras vanas en la boca de un Dios? ¿o que seremos tan insensatos al punto de rechazar ese socorro?
Nuestras ciudades constatan una triste paradoja: hospitales repletos e iglesias vacías o semi vacías, cuando no, cerradas. Los enfermos se benefician del cuidado valiente y dedicado de médicos y enfermeros/as, pero a menudo se olvidan del Divino Médico que hizo, precisamente, la promesa de aliviarnos, ofreciéndonos ese fármaco de inmortalidad que es el Pan del Cielo.
Es doloroso, pero hay que decirlo: en ocasiones, ha habido poca o nula disponibilidad en algunos “médicos” del alma para auxiliar a los fieles, sanos o enfermos. En todo caso, si nos hemos preocupado con el eventual contagio del Covid 19, en esta emergencia no se atinó suficientemente para ese otro “contagio” seguro y benéfico que nos viene del altar: el Santísimo Sacramento.
septiembre de 2021.- Mairiporá
P. Rafael Ibarguren EP