María, tabernáculo vivo.
En mayo, el mes de las flores, celebramos a la flor de la creación, María Santísima. Con ese apelativo, por más bello que sea, nos quedamos muy cortos, porque no hay planta agraciada, piedra preciosa o astro fulgurante que pueda servir de comparación con la Madre de Dios. Quizá lo más adecuado que se consiga expresar sobre ella es lo que San Luis Grignion de Montfort dice en su Tratado: “María es el Paraíso terrestre del Nuevo Adán”, Jesucristo.
Entre las excelencias que ella atesora en su Inmaculado Corazón se cuenta una relación especialísima con la Eucaristía.
Para abordar en pocas líneas un tema tan inmenso, tomo ideas y transcribo algunos párrafos del opúsculo “La Sagrada Eucaristía” publicado en Colombia por los “Caballeros de la Virgen” en 2005. La obra cuenta con un encomio del entonces Cardenal Arzobispo de Bogotá, Mons. Pedro Rubiano Sáenz.
El Nuevo Testamento no habla específicamente sobre este tema (María y la Eucaristía), y en los relatos de la institución de la Eucaristía, no se menciona a María. Pero debemos considerar que lo que consta en los Evangelios no agota todo lo acaecido en la vida terrena del Salvador. Con razón San Juan concluye así su Evangelio: “Hay muchas otras cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una creo que el mismo mundo no podría contener los libros escritos” (Jn 21, 25). De todas maneras, lo que está contenido en la Revelación oficial es lo necesario y más que suficiente para profesar la Fe.
Se sabe que María estaba junto a los Apóstoles en la primera comunidad reunida después de la Ascensión, esperando con ansias la venida del Espíritu Santo. Y su presencia no pudo faltar en las celebraciones eucarísticas de la primera generación cristiana, asidua “en la fracción del Pan” (Hch 2, 42).
Más allá de la participación en el Banquete Eucarístico, la relación de la Virgen con la Eucaristía se puede delinear a partir de su actitud interior. Ella es “Mujer eucarística” con toda su vida, y la Iglesia, tomándola como modelo, ha de imitarla en su relación con este santísimo Misterio (Ecclesia de Eucharistia, 53 y 54).
Puesto que el misterio eucarístico es una verdad de fe que supera el entendimiento y nos obliga al más puro abandono a la Palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como esta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en obediencia de su mandato: “Haced esto en conmemoración mía”, se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5).
Puede decirse que María practicó su fe eucarística incluso antes de que el sacramento fuera instituido, por el hecho mismo de haber ofrecido sus entrañas virginales para la Encarnación del Verbo. La Eucaristía, mientras remite a la Pasión y a la Resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió al Hijo en la realidad física de su cuerpo y de su sangre, anticipando en sí lo que se realiza sacramentalmente en todo fiel que recibe el cuerpo y la sangre del Señor bajo las especies del pan y del vino.
Siempre junto a Cristo — y no solamente en el Calvario — Ella hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Es significativo que, cuando llevó al Niño Jesús al Templo para “presentarlo al Señor” (Lc 2, 22) oyó anunciar al anciano Simeón que aquel Niño sería “señal de contradicción” y también que una “espada” traspasaría su propia alma (Lc 2, 34-35).
Se preanuncia así el drama de la crucifixión y, en cierta manera, se prefigura la compasión de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de Eucaristía anticipada, una comunión espiritual de deseo y de ofrecimiento que culminará en la Pasión y se manifestará después de la Pascua, en la participación en la celebración de la Eucaristía presidida por los Apóstoles como memorial de la Pasión.
Como se sabe, Iglesia y Eucaristía es un binomio inseparable. Lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Santo Tomás de Aquino tiene este lindo pensamiento: Si Adán pudo llamar a Eva “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gen. 2, 23) ¿no puede Nuestra Señora, aun con mayor derecho, llamar a Jesús “carne de mi carne y sangre de mi sangre”?
Ahora, más allá de la Encarnación, de los nueve meses en que la Virgen fue un sagrario viviente, y de la intimísima relación Madre-Hijo durante treinta y tres años, hay que saber que teólogos y mariólogos coinciden en afirmar que ella conservó en sí la presencia eucarística, intacta y sin interrupción, desde su primera comunión hasta la Asunción ¡privilegio singularísimo!
Para los fieles, la relación entre adoración eucarística y devoción mariana es tan intrínseca, que, a bien decir, no se concibe una sin la otra. Es más, en cierto sentido, el amor a la Madre es previo al culto del Hijo en el Sacramento, puesto que María, siendo medianera universal de todas las gracias, lo es de esta gracia insigne que es la de llevarnos a Jesús-Hostia.
“Es por la Santísima Virgen María que Jesucristo vino al mundo y es también por ella que Él debe reinar en el mundo” (Introducción del “Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen” de San Luis Grignion de Montfort.). Lo que el santo no llegó a declarar en su formulación, podemos hacerlo explicito aquí, seguros de contar con su beneplácito: A la expresión “reino de Cristo”, añadamos un matiz de mucha significación y digamos “reino del Corazón Eucarístico de Cristo”.
Concluyamos diciendo que el reino de María, anunciado por la Reina de los Profetas en sus apariciones en Fátima, será también el reino de la Eucaristía. Porque “reino de Cristo”, “reino de María”, “reino de la Eucaristía”, “reino del Inmaculado Corazón” y otras denominaciones semejantes, se refieren a una sola y única realidad: al suave y efectivo imperio de Dios en el mundo entero.
Pidamos al Señor por medio de María que venga a nosotros su reino.
Mayo de 2023.- Mairiporá
P. Rafael Ibarguren EP