La transubstanciación
Antes de entrar en nuestro tema, digamos una palabra sobre un acontecimiento de actualidad. En este mes de septiembre tiene lugar en Quito, capital de la República de Ecuador, un Congreso Eucarístico Internacional. La iniciativa de este tipo de Congresos se debió a una laica francesa del siglo XIX formada en la escuela de San Pedro Julián Eymard, María Emilia Tamisier, que hizo llegar la idea a León XIII; el Papa la acogió complacido. Fue así que en 1881 se realizó el primer Congreso Eucarístico Internacional en la ciudad de Lille, Francia. Hoy, en Quito, celebramos el Congreso número 53.
Nos unimos espiritualmente a los participantes de ese evento eclesial, alegrándonos por el hecho de que el Señor Sacramentado sea exaltado en la mitad del mundo (la línea ecuatorial) representando a ambos hemisferios y en suelo americano, el continente de la esperanza. También, en una nación privilegiada, porque en 1873 su presidente, Gabriel García Moreno, católico de comunión y rosario diario, consagró oficialmente a Ecuador como “República del Sagrado Corazón”. Dos años más tarde, este paladín de la fe cristiana fue vilmente asesinado saliendo de la Catedral de Quito, donde había ido a adorar al Santísimo. Sus últimas palabras fueron “¡Dios no muere!”
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Con el lenguaje preciso que cabe a los documentos del magisterio eclesiástico, así resume y define el Concilio de Trento el dogma de la transubstanciación en el Canon 4 de la Sesión n. XIII. Es una frase larga donde los razonamientos se suceden armoniosamente, todo muy bien pesado y medido: “Si alguno dijere que en el Sacrosanto Sacramento de la Eucaristía queda la substancia del pan y del vino juntamente con el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo y negare aquella maravillosa y singular conversión de toda la substancia del pan en el Cuerpo y de toda la substancia del vino en la Sangre, por la cual quedan del pan y del vino tan solo las especies (entiéndase los accidentes), conversión a la que la Iglesia Católica con mucha propiedad llama transubstanciación, sea anatema”.
Muchos católicos no profesan esta creencia con la radicalidad que comporta, y en esto suelen ser más víctimas que culpables al desconocer, por falta de instrucción, la trascendencia de las palabras de la consagración y de la acción del Espíritu Santo que operan esa transustanciación durante la Misa.
El asombroso milagro de la Transustanciación no es una nimiedad, hace parte de la Revelación, y no se duda o ignora una verdad de fe sin comprometer la integridad de la fe como un todo. Recientemente, una encuesta informó que entre los católicos norteamericanos que dicen “rara vez” asistir a Misa, apenas el 51% cree en la presencia real. Otro dato alarmante es que el 31% de los católicos que se consideran practicantes en aquel país, dicen no creer en la presencia real. A ser verdaderos esos porcentajes – las encuestas de opinión no son ciencias exactas ni mucho menos infalibles, como lo es un dogma… – estaríamos ante un hecho abrumador: la incredulidad campea en las filas de los mismos creyentes. Este resultado revela el fracaso de una pastoral totalmente desacertada, y en un asunto medular.
Por eso es necesario dar atención y valor a lo que sea la transustanciación, tanto cuanto un tal misterio pueda ser creído y asimilado. La Iglesia aconseja que no se escudriñe curiosamente cómo se realiza esta conversión, ya que no podemos comprenderla por lógica humana. Se ha de creer también que Cristo está entero (cuerpo, sangre, alma y divinidad) en cada una de las especies consagradas, y en cada una de sus partes, por más ínfimas que sean.
Esos tales “católicos incrédulos” de que hablábamos – no se piense que existen solo en los Estados Unidos – no es que objeten de manera explícita y consciente que las substancias se cambian. Niegan, sencillamente, la presencia real al considerar la hostia consagrada como un mero símbolo.
En su obra “Filosofía de la Eucaristía”, publicada como homenaje al Congreso Eucarístico Internacional celebrado Chicago en 1926, el renombrado filósofo católico español Juan Vázquez de Mella escribió unas pinceladas sobre el tema de la transubstanciación que bien vale la pena reproducir aquí:
“¿Qué significa la transubstanciación? La conversión sobrenatural y total de la substancia inferior en la superior, pero no por fusión, ni incorporación, que iría contra el dogma y contra el significado de la palabra. El prefijo “trans” no significó jamás fusión parcial ni total de una substancia en otra. Indica tránsito, detrás, más allá, cambio de una cosa por otra: transpirenaico, transatlántico, transfiguración, transformación, etc., lo prueban.
La conversión material y parcial de una substancia en otra a la que se incorpora y en la que permanece como parte o accidente, no es transubstanciación; es una conversión natural. En la naturaleza no hay un solo ejemplo de transubstanciación. Una substancia, el pan y el vino, existía; otra aparece y la substituye totalmente, pues, aunque los accidentes permanezcan, es por acción sobrenatural, y nada queda de la primitiva que desaparece, resultando mudada, cambiada, en la que la remplaza. ¿Cómo se llamará este hecho? Está fuera y por encima de todas las conversiones naturales, es sobrenatural y única; luego habrá que llamarla transubstanciación”. (Eugenio Subirana, editor pontificio, Barcelona, 1928).
La transubstanciación es, pues, una verdad de fe, y la fe, según San Pablo, “es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve” (Heb 11, 1). Esta afirmación paulina podrá horrorizar a un racionalista, a un ateo o a un católico ignorante. Para los católicos debidamente instruidos, la fe es el pilar en que se apoya el culto eucarístico y la religión misma. Ahora, la fe es susceptible de aumento o de disminución.
Digamos con el padre del niño poseído por un espíritu inmundo narrado en el Evangelio: “Creo Señor, pero ayuda a mi falta de fe” (Mc 9, 24).
Septiembre de 2024.- Mairiporá, Brasil.
P. Rafael Ibarguren EP