Dios está ahí

Dios está ahí

Jesús se quedó en la Eucaristía para ser comido, para ser alimento; “el que come este pan vivirá para siempre” (Jn., 6-58). La recepción de la comunión es el ápice de nuestra devoción eucarística. Un verdadero adorador del Señor no puede prescindir de la recepción del pan de vida que se nos da en las sagradas especies consagradas. Esa es la hora más noble de nuestro día o de nuestra semana: la participación en el banquete eucarístico.

Esta realidad no opaca ni disminuye en nada el culto que se debe tener al Señor sacramentado fuera de la Misa, oculto en el sagrario o expuesto en la custodia. Precisamente, valoramos este culto a Eucaristía porque sirve para preparar y potenciar ese momento de máxima intimidad que es la comunión. ¿Cómo pretender recibir dignamente a un rey en mi propia residencia, desinteresándome totalmente de su augusta persona mientras no transponga los umbrales de mi casa? ¡El rey es soberano en todas partes!

Una comunión será más piadosa y fructífera cuanto más asiduo sea yo ante su presencia real que, cual imán, me atrae avivando el hambre y la sed eucarística.

Por eso, Pablo VI enseñó oportunamente: “Nadie debe dudar de que los cristianos tributan a este santísimo Sacramento, al venerarlo, el culto de latría que se debe al Dios verdadero, según la costumbre siempre aceptada en la Iglesia Católica. Porque no debe dejar de ser adorado, por el hecho de haber sido instituido por Cristo, el Señor, para ser comido. También en la reserva eucarística debe ser adorado, porque allí está substancialmente presente por aquella conversión del pan y del vino que, según el Concilio de Trento, se llama apropiadamente transubstanciación. Hay, pues, que considerar el misterio eucarístico en toda su amplitud, tanto en la celebración misma de la Misa, como en el culto de las Sagradas Especies que se reservan después de la Misa para prolongar la gracia del sacrificio” Instrucción Eucharisticum Mysterium, nº 3, 25 de mayo de 1967, Sagrada Congregación de Ritos.

Es muy de lamentar que nuestros templos estén tantas veces vacíos y hasta abandonados. Algunos, por causa de riesgos de robo y delincuencia, cierran sus puertas para abrirlas solo a la hora de la Misa… cuando aún existe la felicidad de poder ser celebrada, pues la escasez de sacerdotes conlleva tantas veces al cierre de iglesias. Otros templos, que puedan distinguirse por su valor artístico o histórico, son frecuentados mucho más por turistas o por curiosos que por fieles que viene a rendir culto a Dios: todas las atenciones van para las obras del hombre dejando al Creador ignorado en su sagrario. Hay Iglesias o catedrales en que hasta se paga para entrar a admirar obras de valor, y muchas veces son ateos o paganos los que las aprecian. La presencia real pasa desapercibida… mientras los católicos del lugar, a pocos pasos, están ante la televisión o la computadora, no precisamente admirando maravillas.

Pero el Señor no se rinde, espera. Como los clavos que le prenden al madero, así clavado está en su lugar, esperando, y como que suplicando un saludo, un gesto de atención, por menor que sea, por parte de un devoto compasivo.

Mientras tanto, las agencias bancarias están llenas. Los restaurantes repletos. Ni digamos los cines o lugares de diversión. Otros sitios donde se va a ofender a Dios, se los ve ocupados de gente que corre presurosa y que por nada del mundo falta a la cita.

Y el Señor creador de cielo y tierra solo, abandonado, ignorado.

Alguien podría decir que esta reflexión está fuera de moda por sus tintes retrógrados, que la sensibilidad de la gente de hoy no acompaña estas digresiones un tanto simplificadoras y que la conducta de los fieles es el eco de la mentalidad reinante de la cual son mucho más víctima que culpables.

Convengamos que la objeción tiene su razón de ser. Pero, sobre todo, seamos sinceros y consecuentes ante la realidad patente, irrefutable e interpelante: ¡Dios está ahí!

 

P. Rafael Ibarguren EP