El pesebre, un altar

El pesebre, un altar

Se van configurando cada vez más en la opinión pública dos polos opuestos entre sí: los creyentes y los incrédulos. En medio, la masa mayoritaria, inmensa, de los indiferentes. A la Navidad se le ha deturpado el sentido; hoy en día, Navidad está siendo sinónimo de gastos, compras, comidas, vacaciones, diversiones… muchas veces pecaminosas. Y el Niño Dios es el gran Ausente. Tristemente, esto es así.

Estas meditaciones se dirigen inmediatamente a las personas de fe, para que puedan robustecer su fe y contagiar a otras, y esas otras, por su vez, a otras… a la espera de acontecimientos que encaucen el rumbo del mundo hacia el triunfo del Inmaculado Corazón de María profetizado en Fátima.

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Toda la existencia terrena de Jesús tiene relación, próxima o remota, con la Eucaristía. En Nazaret, cuando el ángel anuncia a María que llegó la hora de la Encarnación, ya se esboza el misterio eucarístico al tomar naturaleza humana la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en las entrañas purísimas de la Virgen. Jesús se hace carne para padecer, inmolarse y morir. Y en la víspera de la pasión, para darnos a comer su carne sin que sintamos repugnancia, Jesús se hará “pan” y “vino” en el Cenáculo. Él se encarnó no solo para padecer, sino también para quedarse entre nosotros y poder darse en alimento.

Es en Belén, que significa “ciudad del pan”, en medio de una desconcertante pobreza, que el Señor toma todo el aspecto exterior que asumirá más tarde en la Hostia consagrada: simplicidad, fragilidad, abandono. Así lo encontramos en todos los sagrarios de la tierra. Aunque adorado por los ángeles, lo vemos indefenso, como un cautivo, muchas veces olvidado y hasta, en ocasiones, profanado.

En su vida pública, anunció la Eucaristía en Cafarnaún (Jn 6, 26-63), la instituyó durante la última cena (Mt 26, 26-29) y, resucitado, la celebró otra vez en una posada cerca de Emaús (Lc 24, 27-31). Aunque no consta en los Evangelios, habrá hecho lo propio también junto a Su Madre ¿Cómo no iba a ser así?

Hay una íntima relación entre Belén y el Cenáculo; entre Belén y el Calvario: el pesebre, la mesa de la cena y la Cruz son altares de sacrificio. En Belén, el tirano Herodes buscó matarlo provocando un baño de sangre. Saliendo del Cenáculo, uno de los doce, cual nuevo Herodes, pero mucho peor que aquel rey, ocasiona otro baño de Sangre, ésta redentora. En el momento en que Nuestro Señor ofrece el don infinito de su Cuerpo como alimento, el traidor lo entrega a sus enemigos por treinta monedas.

Como los habitantes de Belén, los apóstoles lo abandonan en su vía dolorosa; así también hoy, los fieles lo ignoran en los sagrarios. Barrabás fue preferido por el pueblo; en nuestros días, el mundo es antepuesto a su compañía en la Eucaristía.

Pero volvamos a Belén. En el nacimiento de Jesús, siendo un acontecimiento festivo tan alegre y lleno de esperanza, está muy presente la Cruz. Veamos: el penoso viaje que emprendió María por causa del edicto de César Augusto estando grávida, el desprecio manifestado por los habitantes de Belén que no dieron posada a los viajeros, el tener que refugiarse en una fría gruta para disponerse al augusto nacimiento… ¡Que lección de humildad y de desprendimiento!

El Salvador para nacer escoge la ciudad más insignificante de Judea: Belén, y es puesto en el lugar donde comen los animales. Y para morir, elije la prestigiosa capital, Jerusalén, donde es levantado en el patíbulo de cruz entre dos vulgares ladrones a la vista de todos. ¡Que lección de humildad y de desprendimiento!

Y en la Eucaristía, Él se hace aún más pequeño y más frágil todavía que en Belén. En la gruta tiene la compañía inefable de su Madre Santísima y de su padre virginal, también el calor que le dan los animales. Pero en los sagrarios queda muchas veces –casi siempre- abandonado, a merced de los demás, lo consideren o no ¡Qué lección de humildad y de desprendimiento!

El Dr. Plinio Correa de Oliveira comenta en una meditación navideña, que el Niño Dios en el pesebre nos da tres maravillosas lecciones: 1.- la nulidad de las riquezas, 2.- la locura de hacer de las delicias la principal finalidad de la vida, y 3.- cuánto es insensato buscar las honras como meta de la vida. No podemos hacer de los valores terrenales la finalidad de nuestra existencia. Procuremos eliminar de nuestros corazones, con la energía de quien arranca una yerba dañina, las falsas ideas mundanas que nos llevan a adorar al dinero, a los placeres y a las honras.

Esas lecciones también nos las da el Señor desde los sagrarios. Pero, para aceptar estas enseñanzas que la razón no capta del todo y que repelen a la naturaleza decaída, se precisa fe. Sin la fe, todo esto no pasa de meras fábulas.

Porque si en Nazaret sucede algo inimaginable como la encarnación de un Dios; si en la gruta de Belén es tan difícil a los ojos humanos aceptar que nacía el propio Creador; si en el Cenáculo, resulta impensable que el Maestro pueda darse en alimento a sus amigos; si en el Calvario parece imposible que ese hombre desfigurado que pende de una cruz sea el mismo Dios encarnado; parece todavía más inverosímil profesar una fe incondicional en que, un pequeñito círculo plano de pan de trigo consagrado en la Misa para darse a comer, sea el mismo Jesucristo con su cuerpo, sangre, alma y divinidad en estado glorioso. ¡Y, que, además, se multiplique prodigiosamente por todos los altares y sagrarios la tierra! El misterio de la Eucaristía solo pudo ser ideado por amor infinito de un Dios.

En la Noche Buena, vivamos la fiesta en familia y adoremos al Niño en el altar del pesebre. Cada vez que durante el año entrante, nos acerquemos a adorarlo en la Eucaristía, Él estará naciendo en nuestros corazones.

¡Felices y Santas Navidades!

 

P. Rafael Ibarguren EP