EN CUARENTENA, O YA FUERA DE ELLA, MIRARSE Y QUERERSE BIEN
Afabilidad y modo respetuoso de convivencia, en contraste a la
aspereza del mundo moderno.
El Antiguo Testamento nos revela un Dios compasivo y misericordioso. El término misericordioso es, quizás, el que más veces se le atribuye al Señor.
Se vivían tiempos de barbarie, desprecio y crueldad, de unos para con los otros. Aunque nos deje pasmados, un terminante “código”, moderó la brutalidad del momento, que era la ley del más fuerte. Lo encontramos, principalmente, en el libro del Éxodo (21, 23-25), era la respuesta a un acto injusto, a una ofensa, “ojo por ojo, diente por diente”, la llamada ley del Talión. El “tal por tal cosa”, que condenaba a penas proporcionales a la ofensa. Anteriormente ocurría todo de manera ferozmente desproporcionada. Acidez, mal trato, odio, venganza; lejanos eran, los sentimientos de comprensión, amabilidad, misericordia.
La llegada del Salvador del Mundo, del Divino Redentor, abre un nuevo camino de misericordia que entrechocaba con la mentalidad del momento. Jesús, Nuestro Señor, propuso: “habéis oído que se dijo, ojo por ojo, diente por diente. Pero yo os digo, al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra” (Mt 5, 38-39). Más aún, da un mandamiento nuevo: “que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Jn 13, 34), proclamando lo que podríamos calificar de ley de la divina fraternidad.
Por eso, a los primeros cristianos los caracterizaban por cómo se querían. Los paganos afirmaban, según nos relata Tertuliano (197 dC): “¡Mirad cómo se aman! ¡Mirad como cada uno está dispuesto a morir gustoso por el otro!”. Quedaban admirados, pues ellos mismos se aborrecían entre sí, estaban dispuestos a matarse unos a los otros.
¿Cuál era la regla que daba lugar a esto?: todos sus pensamientos, palabras y obras se conformaban a las enseñanzas evangélicas, que los primeros discípulos fueron testimoniando en su forma de vida. En lo interno como en lo externo, apartándose de lo que era indigno del nombre que llevaban y cumpliendo todo lo que el nombre de cristiano significaba.
Esta sana influencia de las instrucciones de Nuestro Señor Jesucristo, transmitidas por sus seguidores a través de la difusión de las bienaventuranzas enseñadas solemnemente en el monte del mismo nombre, fueron influenciando las sociedades a través de los siglos. El “bienaventurados los pobres de espíritu” llevaría a los que, amando la pobreza más profunda que es la espiritual, se llenarían de humildad, virtud indispensable para que los hombres convivan entre sí. El “bienaventurados los mansos de corazón” los hará de carácter dócil, sereno y suave. Los “misericordiosos”, “los que promueven la paz”, cuánta maravilla de doctrina para que sea construida una sociedad en que exista una verdadera tranquilidad, dentro del orden, como enseñaba San Agustín: “la paz es la tranquilidad del orden”.
En el decir de Monseñor Joao Scognamiglio Clá Días: “La verdadera paz consiste en que los hombres vivan sometidos a Dios, siguiendo con piedad, obediencia y alegría una conducta virtuosa”. La paz de Cristo en el Reino de Cristo, es la normal resultante del cumplimiento de las bienaventuranzas.
Los tiempos corrieron, las costumbres cambiaron – después de la Segunda Guerra Mundial aceleradamente –, el trato entre los hombres y las mujeres fue deteriorándose, progresivamente en el Siglo XX, a lo largo de los decenios.
Ya, entre las dos guerras (1918-1939), en la tranquilidad que se vivía, la penetración de modos revolucionarios extrovertidos, agitados, nerviosos, comenzaba a hacerse presente. En las familias, y como evidente consecuencia en las relaciones sociales, la gente se trataba con deferencia y cordialidad. Ese agradable convivir hacía que las relaciones sociales favoreciesen elevar los pensamientos a consideraciones religiosas.
Pero, paso a paso, iba irrumpiendo la vulgaridad, llegando a sus extremos límites con la explosión de la revolución anarquista de la Sorbonne, de mayo de 1968, en París.
Así es que, en nuestros días, asistimos espantados, n0 solo al “ojo por ojo” sino también a lo que se da en llamar de “ley de la selva”. Brutalidad, falta de suavidad en el trato. Se perdió la dulzura de vivir.
Décadas antes que eclosionara la revolución de mayo del 68 – cuyo modelo de vida se expresó con el hippismo –, vivió una virtuosa dama brasileña, Doña Lucilia Ribeiro dos Santos, que brillaba por su afabilidad y modo respetuoso de convivencia, en contraste con estilos de la aspereza del mundo moderno que, aceleradamente, se precipitaba en los abismos de un desorden de vida, de pérdida de la dignidad y del respeto entre las personas. Practicaba la delicadeza y el buen trato, la consideración y el afecto, que nada tenían que ver con la amabilidad comercial de aquellos días. Inculcaba, de un lado, la más profunda cortesía cristiana, y por otro la compasión y ayuda a los más necesitados.
Verdadera sierva de Dios, se destacó por su continuo espíritu de oración, como una lámpara de aceite al lado del Santísimo Sacramento en tantas iglesias, con una devoción entrañada al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen Inmaculada.
Vivía compenetrada de que el amor es el vínculo de perfección (San Pablo, Col 3, 14), que da la verdadera tranquilidad en los corazones. A su lado se sentía un verdadero oasis de paz.
A ella corresponde esta tan expresiva frase: “vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien”, expresando una concepción de vida, que, llevada adelante, podrá restaurar el relacionarse en las familias, en los trabajos, en los colegios, en la sociedad en general.
Benevolencia, bienquerencia, que, iluminando los días actuales, sería perfumar nuestra sociedad con un ambiente que se opone al maldito egoísmo que la carcome.
Los ritmos de la vida que llevábamos impedían que permaneciéramos momentos juntos, en familia. Ahora lo estamos, obligados en confinamiento a causa del Covid-19. Ya casi no nos mirábamos, pues nuestros ojos estaban horas y más horas sobre la pantalla o sobre el celular. Y qué triste decirlo, en razón de eso, inadvertidamente, fuimos dejando de querernos bien.
Es momento de retornar – dentro de las tensiones, nerviosismos y ansiedades a que nos ha llevado esta desacostumbrada realidad de la cuarentena -, estando a todo momento juntos, como nunca lo hubiéramos imaginado, al: mirarnos a los ojos y querernos bien.
Recordemos las palabras de Nuestro Señor cuando nos invita a entrar en su camino: “ser mansos y humildes de corazón” (Mt 11, 29), así encontraremos descanso y alegría en nuestras almas. Que Nuestra Señora de la Paz, patrona de El Salvador, nos cubra con su manto.
La Prensa Gráfica, 26 de agosto de 2020.
P. Fernando Gioia, EP
Heraldos del Evangelio