¡SALVADOREÑOS!

¡SALVADOREÑOS!

 

Ser salvadoreño es un honor que exige:

afinidad, compenetración, seguimiento,

con el Salvador del Mundo,

Jesús nuestro Señor.

¡Ser salvadoreño! ¡Tener de gentilicio el nombre del Divino Salvador del Mundo! Es un honor, que exige, de parte de cada uno: identificación, afinidad, concordancia, compenetración, seguimiento.

Somos una nación de 21.000 km cuadrados, pequeña como los frascos de perfume, nos llaman el “Pulgarcito de América”. Algunos podrán calificar nuestro territorio como insignificante, si bien que otros encantados quedan pues, en un solo día, verán las montañas, estarán en el mar y volverán a la ciudad.

Estamos ubicados en un punto de unión -el famoso Istmo- de los dos gigantescos bloques del continente americano. Vivimos rodeados de bellos volcanes, que en ciertos momentos truenan con sus graves voces o hacen mover el piso dónde habitamos; si bien que, en la mayoría de las veces, a poco de acontecido, continuamos nuestras ocupaciones despreocupados.

El mar Pacífico acaricia 307 km de nuestro litoral. Farallones, terrazas rocosas, ensenadas, bosques salados, zonas acantiladas y amplias playas, humedales, estuarios de ríos y lagunas costeras.

Tenemos poca tierra, la cultivamos con esfuerzo, confiando en la generosa mano de Dios que nos manda las lluvias, para que sean productivas. Somos trabajadores, y cuando nos proponemos, progresan las cosas, sea en el campo, la industria, el comercio o la educación.

Hemos sufrido terremotos, huracanes e inundaciones, guerra y otras dificultades históricas. Marcados por la pobreza, y por la falta de trabajo, tenemos una diáspora de millones “hermanos lejanos”; a tal punto que es raro no encontrar, en cualquier país del orbe, algún salvadoreño.

Nuestra enseña nacional, como ningún país por lo que me recuerde, clama con ufanía la palabra hacia quien elevamos nuestros corazones: Dios. Otras, junto a ella, con esfuerzo caminamos a realizar:  Unión y Libertad.

Única nación que se destaca por ostentar el nombre de Nuestro Señor Jesucristo.

Fue a partir de 1525 en que la iglesia de la Villa de San Salvador -de acuerdo a crónicas del siglo XVII-, fue colocada bajo la advocación del Divino Salvador del Mundo. Con el correr de los años nació su fiesta, que la Iglesia conmemora cuando la Transfiguración del Señor, el 6 de agosto.

La imagen patronal, algunos consideran que fuera el Emperador Carlos V quien la obsequió a finales del siglo XVI, se conserva en la Catedral Metropolitana.

Pero, se presentaba la dificultad de la vestimenta en el momento de la Transfiguración, que debe ser “blanca como la nieve”. Como no era posible vestir una imagen de una sola pieza, en 1777 fue esculpida, por un terciario franciscano, la imagen actual que llaman familiarmente de “Colocho”, por sus cabellos rizados.

Todos conocemos los emocionantes momentos de su procesión que, desde más de 240 años, hace su tradicional recorrido, y en la cual participan cerca de 14 cofradías llegadas de toda la República. En los primeros tiempos era desde la iglesia de El Calvario hacia la Plaza de Armas (hoy Plaza Libertad), lugar en el que se realizaba el momento de la Transfiguración. El cambio de recorrido, para hacerlo más extenso, lo estableció el arzobispo de entonces (1936) indicando que comenzase desde la basílica del Sagrado Corazón. Claro fue que los “calvareños” presentaron su perplejidad, para no decir su reclamo, y se les prometió que todos los 5 de agosto el Divino Salvador del Mundo visitaría la iglesia del Calvario siendo después llevada, al inicio de la mañana, a la basílica citada.

En la tarde de ese día empezará su solemnísimo regreso, la “bajada” – tal vez porque topográficamente El Calvario quedaba más arriba del Parque Libertad – llegando a la Plaza Gerardo Barrios frente a la Catedral Metropolitana, lugar actual en donde se realiza la Transfiguración. La imagen llega ataviada de ropaje rojo para luego reaparecer, en la altura, arriba de un enorme globo significativo del Mundo, de un blanco resplandeciente.

Músicas, gritos, aplausos y fuegos de artificio, la multitud incontable que llega desde todos los lugares a celebrar al Divino Redentor, expresan su religiosidad para con el Patrón del país.   

La situación a que nos ha llevado la pandemia del Covid-19, con su confinamiento preventivo de contagio, ha traído la triste consecuencia de que, por primera vez en la historia, no podrá acontecer el emotivo momento de la procesión de “bajada”. No podrán, los millares de fieles que asistían personalmente – ni tampoco por medios digitales -, exultar de alegría, al ver al Divino Salvador en las alturas, Transfigurado, este 5 de agosto.  

Momento inesperado que nos debe llevar a reflexionar sobre lo que está ocurriendo en el mundo, no sólo en materia de la expansión de esta enfermedad y sus consecuencias, sino también de lo que los noticieros divulgan: plagas de langostas, terremotos, huracanes, inundaciones, fuertes nevadas, atentados contra iglesias, destrucción de monumentos o imágenes de santos, hambrunas que se aproximan en la pos pandemia, agitaciones sociales, actos de vandalismo y un largo etcétera. Convulsiones que asolan toda la tierra. Circunstancias que nos traen a la memoria las advertencias contenidas en el Mensaje de Fátima de 1917: “guerra, hambre y persecuciones a la Iglesia, los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá mucho que sufrir. Varias naciones serán aniquiladas”.

Mensaje que no sólo tiene una advertencia de lo que ocurriría, sino también palabras de esperanza. Ante la decadencia moral y religiosa de nuestro tiempo señala un futuro de triunfo y de gloria, que vendrá después de la penitencia y la conversión de los hombres.  “Fátima nos invita -en palabras Monseñor João Scognamiglio Clá Días- a confiar en la promesa hecha por Nuestra Señora: ‘Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará’. No es un anuncio del fin del mundo, sino el toque de difuntos de una era histórica culpable y pecaminosa, y la proclamación de un nuevo orden de cosas, durante el cual veremos surgir, glorioso y triunfante, el reinado de los Corazones de Jesús y de María. Esta es la esperanza que debe reanimarnos”.

La Prensa Gráfica, 4 de agosto de 2020.

P. Fernando Gioia, EP

Heraldos del Evangelio