Víctima, alimento y amigo
¡Diciembre! Genuflexos ante el misterio navideño, consideremos tres modalidades de la presencia eucarística de Jesús: como Víctima, como alimento y como amigo.
Víctima. Esta forma de presencia nos es clara y evidente, siendo una de las verdades centrales de nuestra Fe que Cristo murió en la Cruz para redimirnos.
Fue en el marco de su Pasión que, en el Cenáculo, Nuestro Señor instituyó la Eucaristía anunciando y anticipando su inmolación: “Este es mi Cuerpo que será entregado, esta es mi sangre que será derramada”. Al día siguiente, consumó el sacrificio en el Calvario.
En la Misa, el mismo sacrificio de la Cruz se renueva y se actualiza sobre el altar, aunque de manera incruenta. Por la Cruz se operó la Redención; por la Misa, esa Redención se perpetúa y es aplicada a los fieles. Por eso, la celebración eucarística es, sobre todo, un culto sacrificial, una oblación, aunque una cierta teología errada la presente como si fuese principalmente un festín o una cena.
Pero ya en el pesebre, el Niño Jesús se ofrece al Padre. Todos los incómodos de esa fría noche de invierno en aquella ruda gruta, después que las puertas y los corazones la ciudad se le cerraran, son redentores. Las maderas del pesebre prefiguran el árbol de la Cruz, y los pañales que envolvieron al Niño, el sudario que acogió su cuerpo muerto. Hoy, como se sabe, el Santo Sudario se venera en Turín, y algunas tablillas del pesebre, en una basílica de Roma. Son reliquias de inmenso valor… ¡qué pocas cosas son, al lado de la presencia real eucarística!
Alimento. Jesús se definió a Sí mismo como “Pan de Vida” e instituyó el Sacramento para darse a comer. Se trata de un alimento cabal, no simbólico, ni supuesto o evocativo, de un alimento que sustenta y fortalece la vida del alma que camina hacia la Patria. El capítulo VI del Evangelio de San Juan trata de la Eucaristía como alimento necesario para la salvación. Por eso se dice con razón que la Comunión es ya el cielo en la tierra y semilla de gloria.
Es sugestivo que en las lenguas de aquella región, Belén signifique “casa de la carne” en árabe y “casa del pan” en hebreo. Otro hecho elocuente: el Niño fue recostado en un pesebre, un recipiente donde comen y se nutren los animales. Alimento… Y los Ángeles, los pastores y los magos llegados junto al Niño ¿no son figura anticipada de las legiones de adoradores y de comulgantes?
Amigo. Esta visualización parecerá a alguno que esté afectado por resabios de rigorismo jansenista, demasiado “humana” o, quizá, hasta atrevida. Ese tal objetante dirá que la distancia infinita entre el Creador y la creatura, hace imposible la cercanía y la amistad. No es así, y la pequeñez frágil, agraciada y acogedora del recién nacido en la humilde gruta, nos introduce a esta realidad.
“Dios es amor” (1 Jn 4, 16) ¿Será el amor -palabra tan deturpada- solo un sentimiento noble, un afecto vivido intensamente, una corazonada pasajera? “El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no es presumido ni se envanece; no es mal educado ni egoísta; no se irrita ni guarda rencor; no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, soporta sin límites. El amor no pasará jamás” (1 Cor 13, 4-8). Pero, atención, el amor no es “algo” sino “Alguien”.
Porque se diría que todas esas virtudes reseñadas por San Pablo se aplican a personas buenas, excelentes, santas, pero tan solo a creaturas humanas ¿También a Dios? Sí, a Dios, que, en substancia, es esas y todas las demás virtudes. A Dios que, además, asumió nuestra naturaleza. Releamos el texto paulino y apliquemos cada uno de esos trazos al nacido en Belén que bien podría hacer parte de su apología.
La verdad es que, para tratar de estos temas inefables, faltan palabras adecuadas para expresar el encanto suscitado por el misterio del Amor eterno, pródigo y gratuito del Señor. Sí, Jesús es el más fiel y excelente de los amigos.
En la Biblia vemos una amistad entrañada entre Ruth y Noemí, o entre David y Jonathan… pues son pálidos reflejos de la que quiere sostener el Salvador con cada bautizado. Siempre deseoso de relacionarse, “Mis delicias son el estar con los hijos de los hombres” (Prov. 8, 31), Él quiso quedarse en el Sacramento de la Eucaristía precisamente para comunicarse con los suyos, “a quienes llamo mis amigos” (Lc 12, 4). Además, Él sentenció: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.” (Jn 15, 12-13) ¡Él llegó a dar la vida… por sus enemigos!
Así siendo, al recibirlo en la Comunión, no lo imaginemos llegando a nuestro encuentro con desagrado, con aires de inquisidor. Viene de la misma forma como entraba en la casa de los enfermos que iba a curar: con afecto, semblante sereno, lleno de bondad, dispuesto a oírnos y deseoso de hacernos bien. Y en esa pequeñita “gruta” que es el sagrario, o en ese dilatado “pesebre”, el altar, adonde el Señor desciende y reposa sobre los corporales, nos espera siempre para darnos los beneficios redentores de una comida y de una amistad privilegiadas.
Ante tanta exuberancia de amor así manifestado -prenda de dones aún mayores de Quien no se deja vencer en generosidad- cabe una pregunta: ¿Qué nos reservará la Providencia para los días incognitos venideros?
Una cosa es cierta: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”, profetizó la Madre en Fátima. Es seguro que el Corazón de la Esposa del divino Espíritu Santo nos sorprenderá con nuevas, grandes y sorprendentes gracias. Por ejemplo, haciendo todavía más cercana y más sensible la presencia de ambos -Esposo y Madre- en un mundo regenerado: será una era eucarística y marial, el Reino de María.
P. Rafael Ibarguren EP